Víctor Gómez Pin
Hay seres humanos en los que el cuerpo deja pura simplemente de ser apto para la función que de él se esperaba y esto ocurre prioritariamente en aquellos hombres que, marcados excepcionalmente por las exigencias del espíritu, se habrían propuesto el imposible objetivo de que su cuerpo se redujera a instrumento de las mismas. A estos seres les duele el cuerpo, sino exclusivamente si prioritariamente cuando falla, es decir, cuando no permite responder a la radical confrontación que se habían propuesto. Pues, dada su disposición, lo que del cuerpo esperan es meramente que responda, que responda eventualmente en la quiebra y el dolor, mas que responda.
Para que el ser humano se instale en esa tesitura, en la que meramente espera del cuerpo que no falle, se necesita una gran lucidez respecto a lo que, en la singularidad de su destino, constituye la cita esencial, aquella que compromete indisociablemente cuerpo y alma. De hecho jamás en un hombre cuerpo y alma van cada uno como por su lado (otra cosa es que no se confundan, pues nunca está confundido lo que responde a conceptos diferentes). Por eso, incluso en los momentos de plenitud, los cuerpos de los hombres se hayan ya marcados por el dolor y, desde luego, amenazados por el tiempo. Se trata, sin embargo, en los casos en que estamos evocando, de cuerpos ajenos (¡es increíble!) al mal auténticamente atroz, es decir: ajenos al mal evitable y contingente; ese mal por el cual sufrimos de ordinario, en la parodia de civilización y real barbarie que constituye una sociedad que se distrae de lo que auténticamente duele; mal que resulta de un repudio común de la vida y de lo que, en su seno, nos caracteriza a los hombres.