Víctor Gómez Pin
"Dinero que es mi alma", repetía a intervalos Agustín García, en un suspiro a la vez resignado y rabioso, en la Boule d’Or, café parisino que servía de refugio a una variopinta tribu de españoles en los años de la diáspora provocada por el franquismo, la miseria económica, o la miseria afectiva. La ocasión se presentaba efectivamente varias veces cada noche. Se trataba simplemente de que la inevitable analidad o racanería de cada uno debía necesariamente ser vencida (de manera inevitablemente dolorosa), a fin de contribuir a que tal o cual pudiera efectuar una inscripción que le permitiera hacerse los papeles, pagar el alquiler de la chambra, o simplemente pillar unas rayas.
Fue entonces cuando parte de la tribu se desplazó al monasterio de San Miquel de Cuixá en el Rosillón, organizando un seminario sobre El Dinero, al que se sumaron, desde Sevilla, Madrid o Barcelona, Perico Romero, Fernando Savater, Jacobo Cortines, Rafael Sánchez , Alberto González , Eugenio Trías…(fue allí donde Demetria, Rafael y Agustín hicieron un poema de despedida a Ferrán). Personas bien dispares… pero unidas por común exigencia de lucidez sobre (casi, casi) lo sagrado, es decir, aquello que cercenaba nuestros cuerpos como nuestras almas, aquello que confería a todo pensamiento una connotación de valor, y que bañaba todo vínculo afectivo en una atmósfera de bolsa, de mercado, en un sentido mucho más preciso del término que el evocado por las coplillas que entre vinos solíamos entonar ("cuan sano me fuera no ir al mercado, que no que viniera tan aquerenciado, que vengo cuitado, vencido de amor…).
Y en San Miquel de Cuixá pasamos una semana entera reflexionando sobre las fórmulas del interés simple y del interés compuesto, con el sentimiento diáfano de que, tan aficionados a filosofar como éramos en general, nos estábamos ocupando de la cuestión metafísica fundamental. Reflexionando, en suma, sobre la esencia del dinero y la amplitud de asuntos literalmente caros sobre los que el dinero proyecta su linterna corruptora. Asuntos entre los que el amor y la sexualidad no sólo cuentan, sino que cuentan de manera primordial, hasta el punto de que se hace en ocasiones imposible discernir si el dinero los ha corrompido, o si (en la modalidad en que se presentan, y que es quizás la única que unos y otros hemos conocido) constituyen la expresión adamantina del vínculo entre almas y cuerpos que la misma palabra dinero designa. De ahí la extrañeza que arriba manifestaba respecto a que los más incondicionales devotos del mercado, los que erigen la libertad del mismo en equivalente de sociedad libre, los que contemplan con estoico sentimiento de lo inevitable, como la vida cotidiana de los hombres (y con ellos lenguas, culturas, sociedades… ) son absorbidos por la voracidad de tal Saturno, los que, en suma, efectivamente, al oro se humillan, tengan aun corazoncito para considerar que no hay en el mundo dinero para comprar los ‘quereres’ y que una mujer decente (mientras sólo vende su entera cotidianeidad, su capacidad productiva, su salud y sus exigencias innatas de vivir plenamente como un ser de razón y de palabra) se convierte en indecente cuando incorpora al mercado su capacidad de generar deseo.