
Víctor Gómez Pin
No hay decencia alguna compatible con la imagen de unos humanos homologados por el hecho de que la vida de cada uno se reduce a compartir una antesala de la muerte. Y no hay orden social que amamante tal monstruosidad (y hasta se enorgullezca de ella considerándola un símbolo de ordenada gestión de lo inevitable) que no sea intrínsicamente canallesco.
La indecencia y la canallada se acentúan aun cuando el estado físico de los huéspedes de las evocadas instituciones alcanza tal grado de postración que la artificial prolongación de sus vidas parecería resultar de una explícita voluntad perversa, de no darse la "legitimación" ideológico-religiosa, tan interiorizada en ocasiones que la perversión sólo podría ser atribuida al inconsciente de los detractores de toda forma de eutanasia.
"La eutanasia no es pecado" clamaba hace ya 20 años una persona allegada, cuyas convicciones conservadoras en materia social y religiosa no le impedían ser consciente de la auténtica vejación que para ella y los suyos suponía la inútil prolongación de su agonía.
Hay una vida digna y una vida miserable; una vida que alienta en los demás el sentimiento de pertenecer a una noble condición, y una vida cuya sola percepción provoca en el otro una repulsa que puede legítimamente llegar hasta la fobia. Análogamente hay una agonía digna y una agonía miserable, las cuales eventualmente se prolongan en la muerte misma, entendida como presencia ante los otros de aquello que fue cuerpo humano.
La distinción que precede no puede en modo alguno ser relativizada por la connotación de tragedia que acompaña irremediablemente a la agonía y a la muerte. Pues trágica es, desde luego, la vida misma sin que de ello se infiera que la vida es asimismo miserable. De hecho, cabe que la vida empiece precisamente a ser miserable como resultado de que no se da entereza para enfrentarse con decencia a la muerte. Que la vida empiece a ser miserable o lo que es peor: que la vida se prolongue miserablemente en ausencia de decoro.
Figura trágica de todos aquellos abocados a prolongar su existencia, no tanto por voluntad como por pasividad, por obediencia, e incluso por impotencia, por incapacidad material de efectuar el gesto que los liberaría de lo que consideran como una ignominia.