
Víctor Gómez Pin
Dona’m la mà, que anirem per la riba
ben a la vora del mar
bategant
Joan Salvat-Papasseit
Desde el muelle que cierra en paralelo la entrada de ese ramal del puerto puede vérseles erguidos sobre el puente de proa, o en la popa disponiendo para el desembarque las cajas donde parece depositarse la pesca lograda, pues en torno revolotea una bandada de gaviotas que seguían la embarcación desde kilómetros antes de la entrada al puerto. Es la caída de la tarde y esos hombres han debido estar faenando casi sin interrupción desde que se hicieron a la mar, punteando el alba. En el muelle, donde todo está dispuesto para la descarga, destaca un reloj de cuatro caras sobre una armoniosa torreta de piedra y en torno a lo que parece ser la lonja se despliegan barracones irregulares hechos de materiales diversos y antiguos, que confieren al conjunto el aire y la estética de descoordinación que caracteriza a los aledaños industriales de los pueblos.
Es previsible que en el lugar haya una cantina y que, finalizada realmente la jornada, descargado y distribuido el pescado, esos hombres de los barcos encuentren en torno a unas cervezas un momento de distensión y fraternidad, encuentren ese descanso que -en las antípodas del ocio- es a la vez corolario y complemento de todo trabajo noble.
¿Evocación, en las líneas que preceden, de un puerto septentrional en las riberas del Gran Sol, o de ese puertecito del Mezzogiorno que selló para siempre la mirada conmovida del Visconti de La Terra trema? En absoluto. Estoy simplemente evocando una imagen que cualquier barcelonés pueda aun contemplar, al final de la intransitable Rambla, y si tiene la entereza suficiente para atravesar (sin desviar la mirada de un brazo de agua por todas partes cercenado) esa cristalización de miseria consumista, evasión waltdisneyniana, espíritu de rapiña y alcahuete arquitectura al servicio del conjunto, que ha corrompido literalmente lo que estaba destinado a ser un puerto de mar, nada más ni nada menos que un puerto de mar.