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El rey Midas

Por 3 de agosto de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Los presos siempre tienen temperamentos relacionados con sus especialidades. Los de terrorismo, por ejemplo, son graves, dialécticos y monacales. Los presos comunes son bullangueros y tienen más problemas de disciplina. Pero sin duda, de todo mi tour carcelario, los únicos realmente divertidos son los narco.

Los narco no delinquen por necesidad ni por ideología, sino por gula. Lo suyo es amasar más dinero y más poder más rápido. Pero, al menos los que voy conociendo, tienen un sentido lúdico especial. Eso los convierte en tipos prepotentes, pero también cínicos y llenos de sentido del humor. Como los mafiosos de las películas de Scorsese, pero en versión autóctona. Provenientes de un mundo sin ley, han decidido reemplazar el orden de la vida por un juego de video. Etapa 1: puedes ganar siempre pero también, quizá, un día pierdes y te capturan. Etapa 2: puedes regatear condenas denunciando a tus cómplices a la ley, pero entonces tus cómplices te querrán matar. Etapa 3: vuelves a empezar o te matan. El juego no tiene botón off.

El más simpático que conocí se llama, digamos, Wellington. Y es una de las estrellas de la prisión. En su pabellón, la mayoría de internos comparten celda, pero él tiene dos para él solo. Tumbó la pared de en medio para hacerse un saloncito-comedor. Dispone de baño privado. Para dar sensación de amplitud, enchapó enteramente las paredes con espejos, y colgó un par de guitarras. Tiene equipo de música, video, cable y minibar. Por supuesto, tiene contratado como guardaespaldas a otro preso del pabellón.   

-¿Qué condena tienes? –le pregunto.

-Cadena perpetua.

-¿Con cuánto te cogieron? –le pregunto.

-Siete kilos.

-No te dan perpetua por siete kilos.

-No me la dieron por los que me encontraron, sino por los que me adivinaron.

Y se muere de risa.

A Wellington le gusta llamar la atención. Cuando va al tribunal, se arregla, más bien se emperifolla: lleva zapatos dorados, pantalones blancos, camisas de seda y chaquetas de lentejuelas. Una vez asistió con una estola. Todo el mundo cree que es gay, pero él se siente un incomprendido:

-Lo que pasa es que soy el único narco con buen gusto –argumenta.

Además, es histriónico y ampuloso. Le gusta recitar largas peroratas ante el jurado. En una de ellas, despachó un muy largo discurso sobre su precaria situación. Les contó de qué modo había sido aislado y sometido a inhumanas vejaciones. Narró cuánto había sufrido de soledad e inanición afectiva. Dramatizó los temibles efectos de la incomunicación total, sufrió por su falta de contacto humano…

-De repente, en medio de todo ese rollo, empieza a sonar mi teléfono, carajo. Nuevito era, me lo acababan de dar en la celda y me lo había olvidado en mi bolsillo. Conseguí apagarlo disimuladamente pero ¿Sabes quién me pilló? La mecanógrafa, la típica vieja que nunca levanta la cara de la máquina de escribir, justo entonces miró. ¡Vieja de mierda!

Wellington tiene unas diez mil anécdotas como esa, de otras tantas audiencias, apelaciones y sentencias, cada una más graciosa que la otra. Es posible que nunca abandone esa jaula de oro en la que vive, la celda del rey Midas. Pero no parece preocuparle. Él escogió ese juego, y está dispuesto a disfrutarlo en todas sus etapas.

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