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La patria, la soberanía y todas esas cosas con mayúsculas

Por 13 de julio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Cuando yo era chiquito, venía con frecuencia a Ecuador a visitar a una tía. Y con frecuencia, mis visitas coincidían con los periodos de guerra entre ambos países. Las guerras eran así. A veces estallaban de repente, sin darle tiempo a uno a hacer las maletas.

Cuando el conflicto se desataba, mi tía me pedía que negase ser peruano, para evitar problemas. Yo temía ser incapaz de disimular mi nacionalidad. Pero pronto descubrí que no tenía sentido de todos modos. Cada vez que fingía, mi interlocutor resultaba ser peruano. Los ecuatorianos jamás me preguntaban de dónde venía. En realidad, es que éramos igualitos. Ni las costumbres ni el acento ni la manera de pensar nos distinguían a los unos de los otros. Los únicos que te preguntaban de dónde eras eran los peruanos, para saber si debían ocultar su nacionalidad ante ti.

Siempre me extrañó esa guerra, sobre todo cuando descubrí que se desarrollaba en una zona que nadie habitaba. En la frontera, sólo había dos campamentos militares, uno frente a otro. Si hubieran quitado esos puestos defensivos, no habría sido necesario defenderse. Las únicas vidas en juego eran las que mandaban ahí a pelear por algo que, por lo visto, era más importante que esas vidas: la patria, la soberanía y todas esas cosas con mayúsculas.   

Hace unos años, leí El espía imperfecto, una historia de Vladimiro Montesinos escrita por las corresponsales Jane Holligan y Sally Bowen. Y comprendí cómo funcionaba esa guerra.

Según el libro, a mediados de los noventa Ecuador avanzó en territorio peruano. En las primeras escaramuzas nos reventaron, y además habían planeado mejor la estrategia informativa. En suma, nos estaban despedazando. Perú tenía las elecciones a la vuelta de la esquina, de modo que Montesinos tuvo que concebir un plan rápido.

Un fin de semana, Alberto Fujimori apareció en la televisión en medio de una densa jungla. Dijo que eso era la zona de conflicto y que ya estaba. Habíamos ganado la guerra.

Al parecer, los ecuatorianos se quedaron satisfechos con sus avances, porque cesaron las hostilidades. Pero los generales peruanos se quedaron con esa frustración de macho al que le han orinado el territorio, y protestaron: dijeron que de haber estado bien armados, habrían ganado la guerra de verdad.

Para satisfacerlos, Montesinos decidió comprarle misiles a Corea del Norte. Así presionaría a Ecuador durante las negociaciones, mantendría contentos a sus generales y de paso se embolsaría una comisión. Cuando ya estaba negociando con los coreanos, un traficante bielorruso le ofreció a Montesinos unos aviones viejísimos y hechos polvo que pronto necesitarían repuestos y, por lo tanto, generarían más comisiones. Montesinos no sabía qué hacer, porque ya había apalabrado las cosas en Corea. Así que filtró a la CIA la información de que Perú le estaba comprando al régimen comunista. EE. UU. protestó diplomáticamente y las compras se cancelaron. En cambio, los aviones bielorrusos llegaron al Perú. Necesitaron repuestos un año después.

Así, aprovechando las cositas que iban surgiendo, Montesinos sacó unos $80 millones libres de impuestos. Otros 2 se los pagó el mismo Ecuador, “el enemigo”, para que no filtrase a la prensa que le habían comprado armas a Argentina, país garante de la paz.

A los reclutas sobrevivientes de esa guerra los licenciaron sin pensión. Con los muertos fueron más generosos: les dieron una urbanización en algún lugar del Perú. Las calles ahí llevan los nombres de los llamados “Héroes del Cenepa”. Seguro que, donde estén, están contentos: todos sus apellidos figuran con mayúsculas.

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