Hace seis años, cuando coproduje mi propia obra de teatro, lo más impactante fue ver a mis personajes hablar. Súbitamente, esos entes que hasta entonces vivían sólo en mi cabeza tenían voces y ojos y pelos. Se movían y gritaban y contaban chistes. Aunque sólo existían en los estrechos límites de un escenario, a mí me pareció que lo que sentía en ese momento era lo más cercano posible a creerse Dios.
Hasta ayer, cuando visité el rodaje de la película que prepara Tristán Ulloa basada en mi novela Pudor. Meses antes había recibido el guión escrito por Tristán y ya eso fue impactante. Los personajes que en la novela hablaban en peruano ahora decían “joder, mamá” y “¿habéis comido ya?”. Me daban ganas de decirles: “chicos, nada más llegar a España y ya me están hablando raro ¿dónde están sus carajos y sus chuchas?”.
Y sin embargo, los que leía en el libreto no eran exactamente mis personajes. Al escribir el guión, Tristán los había adoptado, o al menos apadrinado como se hace aquí con los niños del tercer mundo. En el libreto eran algo casi igual a la novela, pero tampoco tanto. Algunas de sus acciones y reacciones variaban, y ni siquiera sus nombres coincidían en todos los casos. Además, el personaje del gato, que en la novela actúa en pie de igualdad con los demás, se había reducido hasta convertirse en un detalle decorativo. Según Tristán, al leer la novela, el departamento de producción había sentenciado: “¿el gato tiene que follar con una gata a plena luz del día en la calle y con todo el equipo de rodaje alrededor?, ese animal se va”. Y se fue.
Así que ayer, cuando llegué al rodaje, mi principal duda era si reconocería a los personajes como míos o me resultarían extraños, como cuando ve uno a su ex novia de hace cinco años y se pregunta “¿qué cuernos hacía yo con esta chica?”.
Sólo estaba presente Elvira Mínguez, que hace de la madre de la familia protagónica. La vi deambulando temerosa por los pasillos de un hospital, y creo haberla reconocido. Pero pude ver en el premontaje a los demás. El director me decía “es sólo un premontaje, esto no va a quedar así”. Pero yo no me estaba fijando en detalles técnicos, sino tratando de reconocer a mis niños. Ahí estaba Alfredo conduciendo su coche tras una mala noticia, no por las calles de Lima sino por las de Gijón. Y estaba Sergio, el niño, conversando con un hombre que quizá está muerto. Y Sergio se parece a Harry Potter. Y Alfredo tiene la cara de Nancho Novo.
Yo mismo he pasado a integrar el reparto. Tuve un cameo, pero yo prefiero llamarlo “una escena”. Incluso tuve diálogo. Me costó horas ensayarlo frente al espejo. Tenía que decir “hola”. Aparentemente, tendré una aparición cinematográfica de dos segundos. Pero también creo que es el tipo de escena que se puede perfectamente retirar del montaje final. Ojalá que no. Sería divertido verme ahí, rodeado por mis personajes, todos de carne y hueso, y a la vez, de mentira.
Pero una vez más, no son enteramente mis personajes. Yo creé un mundo y Tristán crea otro. El mío estaba hecho de palabras. El de la película está hecho de mobiliario, utilería, vestuario, actuación, pruebas de luz y un equipo de cincuenta personas por lo menos. Eso le da un extraño ingrediente a todo. En premontaje vi un diálogo terrible por su dureza y su ácido sentido del humor. Me preguntaba: “¿yo escribí eso?”. Era mío, sí, pero a la vez yo era simplemente un espectador.
La sensación que tengo debe ser similar a la de un padre cuando los chicos se van de casa. Ya no dependen de ti. Hacen su vida. Algunos de sus comportamientos te extrañan y otros son los de toda la vida. Pero en cualquier caso, es bonito verlos crecer por sí mismos.