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Armas

Por 4 de julio de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

“Se calcula que en el mundo hay un arma por cada doce personas. La pregunta es ¿cómo se arman las otras once?” Con esa frase comienza El Señor de la Guerra. La dice Nicholas Cage, que lleva un maletín de hombre de negocios mientras disfruta del paisaje: un interminable cementerio de balas. Ahí, entre los coches quemados y la lluvia de bombas, él es feliz.

La estrategia del guionista y director Andrew Niccol para contar esta historia no es muy frecuente en Hollywood: los diálogos citan datos, incluso estadísticos, que dejan muy mal parado a Estados Unidos, un lugar con tanta violencia que las armas “en este país ya no son negocio ni siquiera con todos los mafiosos que hay”. Y cuyo presidente es definido como “el mayor traficante de armas del mundo, seguido por los líderes de Rusia, China, Inglaterra y Francia, precisamente los países con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”.

Si EE. UU. tiene algún policía honesto, en esta película es presionado para que no lo sea. La misma ley que le impide a ese policía detener a los traficantes de armas les permite a ellos vender armamento que termina en manos de niños africanos. ¿Alguna duda sobre su posición política? Al menos, los productores americanos no tuvieron esas dudas. La película ha sido plenamente financiada por inversores extranjeros como Philipe Rousselet. Ni un dólar nacido en América alimentó la producción.

Ya, claro, no es la primera película con posición política. De hecho, tampoco es que las películas con posición suelan ser las originales. El género de los poderosos malísimos que persiguen a los jóvenes idealistas –fórmula Agenda oculta, de Ken Loach- es casi tan frecuente como la comedia romántica. Los personajes bienintencionados que descubren la oscura verdad sobre el mundo en que viven –fórmula Missing de Costa Gavras- son un recurso narrativo tan usual como la historia de amor. Y muchas películas –fórmula El jardinero fiel– se limitan a mezclar ambos recursos y preguntarse con gran profundidad: “¿cómo es tan malo el mundo si nosotros somos tan buenos?” Por eso es interesante el planteamiento de El señor de la guerra: el protagonista es el malo. Y para colmo, es simpático.
   
Eso implica por supuesto, una dosis de humor negro poco habitual en el tratamiento de temas políticamente tan duros. Pero esa distancia, precisamente, es la que hace soportables los diálogos de denuncia demasiado evidentes. Los protagonistas no le dicen al público “mira la realidad: es deprimente” sino “mira la realidad ¿cuánto dinero podremos sacarle?”

Y lo más importante: los malos son como nosotros. No siniestros funcionarios encorbatados que hacen lo que hacen por maldad en estado puro, no. Son tipos que quieren el coche que tú quieres, la casa que tú deseas, y la mujer por la que matarías, y que además, no se aburren trabajando en una oficina. Tipos que dicen “el problema con ser legal es que hay demasiada gente haciéndolo. El trabajo se multiplica y los márgenes son muy estrechos”. Al igual que con Buenos muchachos de Scorsese, uno termina esta película con unas ganas abominables de ser el jefe de la mafia, una sensación repugnantemente deliciosa.

Eso distingue a esta película de las pastillitas de alivio moral para entretener almas caritativas del mundo que luego cenan asombradas por la injusticia. Por el contrario, El señor de la guerra es una denuncia del lugar en que radica el mal, no una entidad abstracta y lejana en algún despacho oficial, sino el corazón humano, el que todos llevamos puesto, y el que tan poco nos importa que reviente a balazos en los pechos ajenos.

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