El obispo y poeta Pedro Casaldáliga acaba de recibir el premio internacional Catalunya a los derechos humanos. Casaldáliga lleva más de treinta años como obispo de Sao Felix de Araguaia, una de las diócesis más pobres del Brasil, donde se ha enfrentado a la esclavitud, a los latifundistas, a la pobreza, a las amenazas de muerte, a la muerte de uno de sus colaboradores en un atentado, al parkinson, a la hipertensión e incluso al Vaticano. Y ahí sigue. Ocupa una casa paupérrima que no tiene puerta, y vive bajo el lema “no poseer nada, no llevar nada, no pedir nada, no callar nada y, de paso, no matar nada”. Es una de esas personas inverosímiles cuya única ambición es servir a los demás. Siempre me he preguntado de dónde saldrá esta gente.
Casaldáliga me recuerda al padre Hubert Lanssiers, a quien conocí en una cárcel del Perú. Lanssiers había estado en la Segunda Guerra Mundial, en el Japón post nuclear, en la invasión de Viet Nam y en la Camboya de los jemeres rojos. En el Perú, era capellán de las cárceles, y especialmente de los pabellones de terroristas.
Su trabajo era mediar entre los presos y los policías. Según me explicó una vez, a menudo a los policías les daba por disparar. A veces mataban una paloma, a veces un perro, a veces una persona. Entonces había que mandar a un juez a recoger el cadáver, y los presos secuestraban al juez y a su escolta. Cuando la situación amenazaba convertirse en una matanza indiscriminada, alguien llamaba al padre Lanssiers.
Por lo general, el trabajo de Lanssiers implicaba decirle a los policías:
-¿Ustedes son tontos? ¿Qué quieren, un motín? Ahora mismo bajan las armas y me dejan entrar a hablar con ellos. Y no quiero balas al aire ni tonterías.
A continuación, se acercaba a los presos y les decía:
-¿Ustedes son tontos? ¿Qué quieren, que los maten? Ahora mismo sueltan a ese juez, porque la próxima vez no mandarán a un juez sino a un comandante. Y entonces se van a meter en problemas.
Tras largos conciliábulos y muchas negociaciones entre los dos grupos que estaban dispuestos a asesinarse, Lanssiers solía conseguir un entierro decente para los muertos, un proceso judicial para los autores y la pacificación del motín en la cárcel. Realmente era el único que podría hacer esas cosas, porque estaba por encima de las diferencias entre policías y terroristas. Tampoco trababa de catequizar ni adoctrinar a nadie. Simplemente, era el único interesado en evitar el exterminio mutuo.
Como Casaldáliga, Lanssiers tiene la autoridad moral de quien no se pregunta quiénes son los buenos y quiénes son los malos, porque está demasiado ocupado pensando en los seres humanos. En las cárceles todos lo respetaban, porque era el único que respetaba a todos, incluso a los psicópatas. La verdad, a menudo los sacerdotes son los únicos que pueden aspirar a esa posición de mediación, porque lo hacen desde una moral humanista que resulta la más comprensiva y compasiva. Es una verdadera lástima que tantos otros sacerdotes dediquen sus mejores esfuerzos a regañar a los condones y a los gays. Con la de cosas interesantes que podrían hacer.