Víctor Gómez Pin
Los seres dotados de lenguaje no rehúyen el hecho de ser parte de la naturaleza, pero asimismo se saben capaces de alzarse sobre ella, no violentándola, sino modulándola, modificando artificialmente factores de la misma, de manera a posibilitar la actualización de ciertas potencialidades, que ella por sí sola no podría alcanzar. Ante el todo del entorno (naturaleza inmediata y naturaleza enriquecida con productos de la techne, una vasija, una sábana, pero también una imagen pictórica, o una frase musical) el hombre prosigue en su día y vida, en una suerte de indiferencia, pero a veces experimenta un estupor ante ese entorno, estupor que incluye la conciencia del papel que él juega en el mismo, y el peso de la relación social entre los propios hombres. Conciencia y sentimiento, necesariamente complejos y ambos internamente polarizados.
El ser de palabra se admira ante la belleza, lamentando eventualmente no hallarse a la altura de la misma, admira la naturaleza en un cuerpo juvenil y en un paisaje, uno y otro sometidos siempre a una interpretación, es decir, al filtro que supone la propia palabra. Y si recrearse en la belleza, o lamentar su ausencia, es connatural al ser humano, algo análogo cabe decir del bien: el hombre se conmueve ante el hecho de que alguien se niegue a subordinar su condición de ser de razón, no traicionando aquello a lo que la palabra dada compromete, sea cual sea el precio que ello cueste.
Obviamente la belleza y el bien no tienen sentido sin sus contrapuntos, a veces simplemente velados por los primeros. Grandes de la poesía han puesto en guardia sobre nuestra dificultad para mantenerse enteros ante la belleza, pero hay una dificultad simétrica: mantener la entereza ante la inevitable perturbación de las formas, consistente no en cambio a nueva forma, sino en progresiva dilución de la forma dada, hasta emergencia de lo deforme que puede llegar a afectar al entorno por entero (“y no hallé cosa en que poner mis ojos…”). La negación de la singularidad humana, que marca tan radicalmente nuestra época, tiene quizás soporte último en la denegación de estos dos polos simétricos. Encerrando la belleza su contrario, asumir plenamente su presencia (y eventualmente dolerse por su ausencia) implica ser capaz de mirar de frente el inevitable destino, la conversión en ceniza.