Víctor Gómez Pin
Vuelvo a la idea, común a Lucrecio y tantos otros, de que la naturaleza está regida por una implacable necesidad, que ni dioses ni hombres son susceptibles de perturbar en lo profundo. Esta convicción no significa considerar que la naturaleza se cierre totalmente al ser humano. Irreductible a toda voluntad de transformarla, la naturaleza es sin embargo permeable a la voluntad de conocerla. Siendo imposible violentarla, sí es posible desvelarla. Tal desvelamiento es lo que los pensadores griegos designaron como teoría o contemplación de la naturaleza, es decir la física, búsqueda de los constituyentes de la necesidad que están más allá de lo que se muestra, hipótesis de que en lo profundo legisla el aire, o el fuego, o quizás meramente átomos rodeados de vacío e incluso (hipótesis hiperbólica) realidades aritméticas o geométricas).
Y desvelar la naturaleza es lo contrario de intentar transformarla en su esencia, ya se trate de la interna relación de fuerzas en la naturaleza inerte o de la naturaleza específica de los seres vivos. A diferencia de lo que creía Aristóteles, las especies ciertamente no son eternas. Al igual que los individuos (aunque en una escala diferente) también las especies se hallan afectadas por el tiempo. Mas por muy provisional que sea su estabilidad, hablar de especie es referirse a un conjunto de rasgos invariantes que determinan un comportamiento y con los cuales es peligroso jugar. El individuo de una especie dada es heredero de unos rasgos potenciales que tienden a actualizarse, y es desde luego contra natura el pretender que se actualicen los rasgos que corresponden a otra especie, cosa a la que implícitamente parece aspirarse cuando, por ejemplo, se trata a un can como a un niño, esperando que llegue a asumir el comportamiento de este último.
Entre los casos singulares de relación entre humanos y animales que a intervalos saltan a los medios de comunicación hubo hace un tiempo el de un ciudadano ruso que decidió criar un cachorro de oso como si se tratara de su propio hijo, acostumbrándole entre otras cosas a la alimentación propia de los humanos. Al parecer la cosa funcionó hasta que a los cuatro años el oso se negó a seguir la acostumbrada pauta de alimentación, prefiriendo…comerse a su padre adoptivo. Este caso es buena muestra de lo inútil que es intentar hacer abstracción de que la división específica es la expresión misma de la realidad natural y en consecuencia negar la irreductibilidad de las especies es negar lo que la naturaleza misma ha marcado. Esa naturaleza que, al decir de lo atribuido a Horacio “por mucho que se la expulse con una horquilla siempre retorna”.