
Jesús Ferrero
Creo recordar que hasta mediados de agosto no se percibieron en el pueblo los trastornos que suelen acarrear los gobiernos y sus farándulas. Hasta que de pronto, una mañana, fue como si media Generalitat hubiese desembocado en Queralbs. Los funcionarios más próximos al presidente llegaron con sus mujeres y sus hijos, y por las noches llenaban el bar donde un individuo de aire expresionista hacía números de hipnosis y prestidigitación.
El individuo en cuestión era uno de los hipnotizadores más hábiles que me ha dado a conocer la vida, y ya la primera noche logró hipnotizar a dos funcionarios. A uno de ellos consiguió dejarlo rígido y recto, sosteniéndose sobre dos sillas como una tabla de planchar. El pobre hombre regresó a la realidad con cara de haber hecho un viaje interplanetario de naturaleza inconfesable. Se sentó junto a mí con aire apesadumbrado y como si estuviera preguntándose cómo se había dejado hipnotizar por aquel sujeto con cara de vampiro, truculento y quizá un tanto necio, ante la mirada de asombro de su mujer y su hijo.
Esa misma noche, un rumor más poderoso que el viento que llegaba desde el páramo de Nuria empezó a recorrer el pueblo de parte a parte: el señor Pujol había llegado a Queralbs y en esta ocasión pensaba hacer un poco de montañismo, como en sus días de juventud. En parte el presidente decía la verdad, y en parte mentía. Sí, al día siguiente salió a dar un paseo por el campo, digámoslo así. Fue descendiendo hacia el río, rodeado de su séquito y de una legión de policías. Yo me hallaba haciendo yoga junto al río, en un estado de gran placidez y de gran concentración, cuando vi el bosque lleno de agentes vestidos de negro, que se deslizaban entre los árboles como marines que estuviesen tomando una isla del Pacífico.
Una vez más estalló ante mis ojos la excepción: aquel lugar de paz donde crecían las fresas silvestres se había convertido en un territorio ocupado de forma más o menos militar. No dejé de hacer yoga pero maldije aquella situación. Enseguida un nuevo rumor comenzó a deslizarse por el lugar: Pujol se acababa de romper una pierna cuando descendía hacia el río, y se suspendía la excursión presidencial que con tanto pompa y aparato se estaba desplegando en los rumorosos y apacibles bosques de Queralbs.
Mientras Pujol se reponía, quizá en el mismo Queralbs, quizá en algún otro lugar menos agreste y peligroso, nosotros seguimos en el pueblo. Ya dije que no nos recibieron demasiado cálidamente, pero resulta que luego no nos querían dejar marchar, y con sus relatos intentaban hacernos deseable el invierno en la región, deseable el aislamiento, el fuego en la chimenea, la nieve en los tejados. Costaba renunciar a tanto paraíso, pero con la llegada de septiembre dijimos adiós a las montañas. Los árboles enrojecían y el viento cada vez más frío nos iba indicando que se acababa el verano en Queralbs. La mañana que nos fuimos, pensé que habíamos estado en la Arcadia, quiero decir en la Arcadia de los Pujol. Ya en Barcelona percibimos, nada más llegar, y como nunca antes en la vida, lo extraña que es una ciudad: una sucesión de murallas, y de vez en cuando árboles. Nada que ver con los parajes de piedra y de agua que habíamos dejado atrás.