Edmundo Paz Soldán
Pynchon es un escritor emblemático de los setenta, y con razón: su tiempo es el de Nixon, de paranoia y conspiraciones a grandes dosis, fuerzas ocultas que controlan las acciones por detrás, "ambición y miedo" capaces de disfrazarse de amor y entusiasmo para engañar a la gente. A eso se suma una mente siempre dispuesta a llenar la página de códigos secretos que llevan a códigos aun más secretos -la realidad está llena de capas, y nunca damos con la definitiva–, junto a una preferencia por el absurdo y un humor disparatado, adolescente: personajes que se ponen a cantar de pronto, policías que quieren ser actores de cine.
Todo esto está en Vicio propio, que se burla del género detectivesco: Doc Sportello, el detective encargado de solucionar un caso enrevesado que involucra a ex-amantes, magnates del negocio inmobiliario y a cárteles de heroína (¿o un negociado de dentistas para no pagar impuestos?), vive bajo una nube de yerba, esnifando todo lo que encuentra en su camino -eso sí, evita las drogas duras–. Vicio propio coquetea con clásicos del género, desde El largo adiós hasta Chinatown, pero Pynchon es demasiado idiosincrático para escribir algo convencional. El caso, más que irse simplificando a partir del descarte de opciones, se torna cada vez más complejo, hasta que el lector se pierde y entiende que la trama no es lo más importante sino un punto de partida para admirar la capacidad de Pynchon para construir su versión tan detallada y evocativa de la California de los años setenta, y para observar con agudeza, cinismo y desolación la derrota de las utopías sociales de los sesenta. En Vicio propio, los hippies viven engañados por una realidad filtrada por la droga. No es que la pasen mal viviendo ese engaño.
El problema principal de Anderson con Pynchon es que lo respeta demasiado. La voz de Sortilège (Joanna Newsom) que narra la película al principio, prácticamente lee, palabra tras palabras, el primer capítulo de la novela. Y Joaquin Phoenix es el actor ideal para encarnar a Sportello, con sus patillas largas y ese aire de que el mundo está a punto de llevárselo por delante, que aquí le sirve para capturar el ethos de un detective que es sobre todo un experto en distinguir calidades y tipos de yerba. Son indicios de lo bueno que está por venir. Pero se quedan ahí, sin que la película sea capaz de trascender a su modelo. No era fácil, y quizás tampoco era parte del plan.
Anderson sabe que parte de la diversión de una novela de Pynchon consiste en perderse en los hilos sueltos de la trama y en el exceso de información (tanto la relevante como la irrelevante), y ha hecho una versión fiel a ese espíritu; el problema es que eso que funciona tan bien en la página impacienta al ser transferido al lenguaje del cine. La película funciona a la perfección durante los primeros cuarenta y cinco minutos, es decir, hasta el momento en que el espectador comienza a perderse en el laberinto sin salida de Pynchon. Vicio propio es un muy buen ejemplo de que ser reverente con el original no siempre es el mejor camino para una adaptación cinematográfica.
(La Tercera, 29 de marzo 2015)