Lluís Bassets
El miedo enhebra con un hilo negro varios acontecimientos de punta a punta del globo. Miedo a los efectos de la verdad sobre las torturas de la CIA en los países donde Estados Unidos tiene tropas, personal civil o intereses. Miedo a la inmigración de ciudadanos musulmanes en las manifestaciones organizadas por los 'pegides' (patriotas europeos contra la islamización de Occidente) en las ciudades alemanas. Miedo al califato islámico, que convoca con sus decapitaciones a los jóvenes sedientos de aventuras criminales. Miedo en Pakistán ante la guerra contra los niños desencadenada por los talibanes 'malos' de las llamadas provincias tribales, distintos de la talibanes 'amigos' de Afganistán, aliados de los servicios secretos de Karachi. Miedo, finalmente, en Sidney, ante la irrupción del hombre lobo que mata y secuestra en nombre del islam.
El miedo radicaliza, pero también es paralizante e incluso impide pensar. Las banderas negras que exhibe suelen mentir siempre. Dresde, donde han empezado las manifestaciones contra la inmigración, es la capital de un land con un 2'1% de extranjeros y un 0'1 de musulmanes. Las torturas de la CIA producen miedo por sí mismas y sus efectos en la sociedad que las permite. También lo produce la inconsciencia con que los gobernantes paquistaníes juegan a dos barajas con los talibanes o con Al Qaeda, nada que no hayan hecho antes también los saudíes o los qataríes.
El foco negro del miedo se cierne ahora sobre el individuo, el hombre lobo que actúa aislado en el corazón de Occidente, probablemente de regreso de la yihad. Ahí los porcentajes no ayudan. Cualquier desequilibrado o incluso un solo delincuente común desesperado puede justificar el miedo de una entera sociedad. Y con razón, porque el reclutamiento del Estado islámico y las acciones solitarias como las que han proliferado en Sidney, Nueva York, Ottawa o Bruselas, responden a un nuevo paradigma. Hasta ahora las causas políticas y religiosas buscaban en la violencia un instrumento para obtener sus objetivos y ahora son los violentos, sean criminales o marginados, quienes buscan causas políticas y religiosas que proporcionen sentido a su pulsión de muerte.
El miedo al yihadista solitario, el hombre lobo que actúa oculto en la ciudad, es el peor de todos, porque induce a la sospecha, a la delación y al final a la persecución indiscriminada. No se combate con más miedo sino con lo contrario. La política del miedo alentada por los populismos xenófobos fabrica miedo. Y todavía produce más el doble juego en el que se hallan instalados muchos gobiernos islámicos, que apoyan el terrorismo cuando les conviene y solo se echan las manos a la cabeza cuando sufren los ataques en casa. Si hay lobos solitarios que se acogen a la bandera yihadista del islam es porque no han sido suficientes los esfuerzos entre los musulmanes para dejar su religión y sus textos sagrados fuera del alcance de los asesinos.