
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
Quería hacer un cuadernito con De lo sublime de Longino, ¿te apetecería? ¿podrías hacerlo pronto? me escribió. Sólo él podía hacer un encargo así y sólo yo, perdonadme, que dijo el poeta, podía aceptarlo. Como vi que tenía prisa, le dije que lo tendría listo en mes y medio. Enseguida empecé, y vi que me había metido en un lío. No he traducido nunca nada tan difícil. Miraba y remiraba el original, soñaba con él, me parecía un bloque impenetrable, se resistía el jodido, me llevaba frases al monte a ver si se descuidaban y me enseñaban el viso, o las pillaba en un descuido y cedían por alguna esquina. No hará falta decir que leí todas las versiones que se han hecho, quitando alguna en cirílico, y ninguna me parecía ni medio bien. En eso, me manda el contrato. Hombre, te dará igual una semana arriba o abajo, es que es muy difícil. No le daba igual. Tenía prisa, quería ver el libro. Seguí y, como suele pasar, el autor y los dos nos hicimos amigos, se volvió transparente y al cabo me hizo duelo que se acabase tan pronto. Vallcorba me mandó un acuse de recibo muy afectuoso. Después he visto que era una despedida. La última vez que lo vi fue en un funeral, y recuerdo su ojillos claros tras las gafas redondas y los incisivos maliciosos, la verdad es que tenía mucho de niño travieso. Adiós, amigo.