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Con sabios así, quién necesita necios

Por 21 de septiembre de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Eduardo Gil Bera

Un rasgo común de Riquer y García Calvo, los sabios recién finados, era su medular incomprensión de la poesía. Para ellos, se trataba de un arrumbe más o menos afortunado de sonsonetes. Carecían de la intuición oligoelemental de que la poesía es el arte del lenguaje elevado a su máxima ambición de satisfacer las necesidades morales e intelectuales: la palabra investida de todo su prestigio y armada de todo su poder para que la imaginación fecunde el pensamiento.
 
La poesía sólo existe desde que la humanidad dispuso de la escritura. Antes existía el canto, que en esencia es lo mismo, sí, pero no es igual. También existían el monumento funerario y la esencia del signo poético, pero la humanidad sin escritura no podía pasar de una satisfacción póetica alzheimeriana, que si nos ponemos radicales, es lo mismo, sí, pero no es igual. Era, a lo sumo, aquella imaginación tout à fait Anacreontique que Montaigne percibía en los cantos de los caníbales.
 
Sólo con la escritura pudo el poeta crear. Sólo con el cincel pudo el escultor hacerlo, porque las manos, sí, podían modelar esencialmente, ahora, ¿qué materia y con qué pretensión de transcendencia? Sólo con pigmentos duraderos y en paredes abrigadas pudo el pintor crear, porque con el dedo en la arena de la playa también se podía hacer, pero… Quien no entienda esto, está perfectamente preparado para creer en la poesía oral.
 
Los dos mencionados sabios, a quienes se suponía especialistas en letras, creían en la poesía oral. El primero negaba la esencia literaria al poema del Mío Cid, el segundo, a los poemas homéricos. Hagamos constar el agravante de que García Calvo pregonaba la buena nueva pretendiendo hacer creer a la parroquia que él había descubierto la tontería. No pasemos por alto la noble motivación gregaria. Nuestros sabios se inscribían en una moda. La esencia de poesía oral de los poemas homéricos es una superstición venerada en universidades selectas por gente verdaderamente culta y refinada. También hubo ingenios preclaros que creyeron en la Trinidad, dernier cri y tendencia rompedora en su momento, y le dedicaron renglones laboriosos, no por ello exentos de mérito.
 
La idealización al revés del poeta antiguo, al que se tiene por tosco, ingenuo e incapaz de las sutilezas del literato moderno, procede de la Ilustración, época efectivamente fecunda en muchas cosas, salvo en literatura, donde predominó el cartón piedra.
 
Hay una ironía suprema en el hecho de que, con las nobles miras de negar al poeta antiguo la capacidad literaria de fingir, ficcionar y arcaizar, los estudiosos caigan en la ingenuidad desaforada de suponer en los analfabetos prehistóricos cualidades sobrehumanas, de las que carecen los mayores genios conocidos de la humanidad. Si una manada sucesiva de analfabetos ambulantes creó la Ilíada a base de cantinelas improvisadas que andaban por ahí, sin duda se trató de mentes con inteligencia sobrehumana, debían de ser extraterrestres, porque dos mil años de escribir, reescribir y vuelta a corregir por parte de una incontable turbamulta de poetas, no han llegado ni de lejos a crear algo que barrunte una partícula de la calidad de ese poema que, según los sabios, no es poema, sino collage de ocurrencias.
 
Por lo mismo, se ha caído en el error opuesto: la aparición, a partir de la nada, del poeta que escribe. No hubo un primer poeta que escribió, del mismo modo que no hubo un primer hablante, ni una lengua primera. Martin West, hombre cabal por lo demás, viene a creer que el poeta de la Ilíada se puso a escribir así por las buenas, corcusiendo poemas orales que andaban por ahí revoloteando. El poeta de la Ilíada, con todo lo genial que era, no sólo está inscrito, nunca mejor dicho, en una tradición de poetas que escribieron antes de él, sino que los alude a las claras, recrea sus tramas, perfila sus personajes y redondea sus creaciones.
 
La ingenua creencia en que el poeta de la Ilíada hubo de ser el primero velis nolis lleva a West a situar a la Cipríada —un poema anterior a la Ilíada, como se evidencia de las dos pruebas disponibles para su datación: su sinopsis por el crestomatista Proclo y la multitud de alusiones iliádicas a su argumento— en un época posterior a la Ilíada y la Odisea. Que es como creer que el Carmen Campodictoris y otros panegíricos y cantares de gesta donde el Cid tenía un papel importante, fueron posteriores al poema de Mío Cid, cuando son parte esencial de su inspiración y no solo están claramente aludidos, sino que el poeta cidiano, a semejanza del iliádico, da por sabida y archiconocida la biografía de su héroe, y escoge la parte final de su vida, en un destacado paralelismo con la épica homérica y en especial con la propia Ilíada —que hubo de leer en la versión conocida como Ilias Latina—, iniciando su poema, como admiraba Horacio, justo in medias res, o sea, en medio del asunto y haciendo una estudiada elipsis. Quizá demasiado refinado para como está el patio.

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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