
Eder. Óleo de Irene Gracia
Eduardo Gil Bera
Las últimas descripciones fogosas del infierno como inframundo físico se redactaron en el Barroco. Después, durante la Ilustración, el tópico dejó de interesar, hasta que los románticos redescubrieron que una definición del infierno siempre puede ser motivo de lucimiento.
Para Victor Hugo “el infierno se encierra enteramente en esta palabra: soledad”. Y también, “una caída sin fin en una noche sin fondo, eso es el infierno” y, una vez más, “el infierno es la ausencia eterna”.
Victor Considérant profetiza: “Nuestro régimen industrial es un verdadero infierno, realiza a escala inmensa las concepciones más crueles de los mitos de la antigüedad”.
Baudelaire advierte al hipócrita lector: “Cada día descendemos un paso hacia el infierno, sin horror, a través de tinieblas que hieden”. Y más: “Los abolicionistas de almas, lo son necesariamente del infierno; están, sin duda, interesados, o al menos son gente que teme revivir”.
Verlaine repite a alguien: “Ella no sabía que el infierno es la ausencia”.
Rimbaud, durante su estancia allá: “Me creo en el infierno, luego estoy en él”.
Sartre, famosamente: “Entonces, el infierno es esto. Nunca lo hubiera creído… vaya broma, no hace falta parrilla, el infierno son los demás”.
Blanchot: “Nunca he distinguido en la posteridad más gloriosa más que un infierno pretencioso donde los críticos, todos nosotros, tenemos traza de de bastante pobres diablos”.
El último ha sido Philippe Sollers, el gran hacedor de frases y sumo sacerdote de Gallimard que, con motivo de la publicación de la obra de Drieu la Rochelle en la “Pléiade”, ha decretado: “El infierno es la moral”.
Y yo me permito aventurar si, al cabo, el infierno no será más que insomnio.
En homenaje a Heráclito: el carácter del hombre es su infierno.