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El señor Fox

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Desde que el ser humano tuvo necesidad de explicarse el mundo que se abría más allá de la caverna que siempre le había cobijado, encontró en el relato simbólico una herramienta que creyó adecuada a sus propósitos. Resultó sin embargo que esa herramienta era tan poderosa que no sólo podía dar voz y forma al mundo sino que podía incluso moldearlo a su imagen y semejanza, dejando intacta la incertidumbre de si vemos lo que hay o si lo que hay es así porque alguien se tomó la molestia de nombrarlo. A nadie le cabe ya la menor duda de que los caballos son tan hermosos gracias a Fidias, por la misma razón que de no haber sido por Cervantes nadie hubiese sospechado que en un ignoto lugar de la Mancha habitaba un mísero hidalgo que acabaría siendo una figura universal capaz de redimir al ser humano de sus muchos yerros, crueldades e imperfecciones.
Para escribir su cuarta novela, Helen Oyeyemi ha recurrido a una variante a ese juego eterno entre ficción y realidad que le ofrece unas posibilidades inmensas. Vaya por delante que esta escritora inglesa de origen nigeriano posee unas dotes innatas para narrar historias y que puede escribir páginas y páginas sin necesidad de echar mano de la infinidad de recursos que los más insignes novelistas crearon para contar sus historias. Está claro que en algún momento del pasado reciente se ha producido una mutación y que Helen Oyeyemi pertenece ya a una generación de escritores que posee sus propios recursos y unos puntos de referencia por completo ajenos a los de sus inmediatos predecesores.
Pongamos que un novelista norteamericano llamado St. John Fox recibe al cabo de muchos años la visita de Mary Foxe, que bajo diferentes nombres ha protagonizado numerosos relatos del escritor, aunque también ejerce de amante con tanto realismo que a ratos la narración se desliza hacia el triángulo amoroso con los consabidos desencuentros y alianzas entre marido, esposa e intrusa. Sin embargo, cuando la conocemos, Mary Foxe viene para ejercer de conciencia crítica: no le gusta la invencible tendencia de St. John Fox a matar a sus personajes femeninos. "Matas mujeres", le dice de buenas a primeras. "Eres un asesino en serie". Y añade."¿Es realmente necesario?". Casi 130 páginas más tarde, en otra conversación entre autor y personaje, éste insiste en su oposición al sacrificio constante de mujeres:"Lo que estás haciendo es construir una clase horrible de lógica. La gente lee lo que escribes y piensa:"Sí, está hablando de cosas que suceden de verdad" […] Es obsceno mostrar esas cosas como algo normal". En el primer intento de Mary Foxe por obligar al escritor a olvidar su obsesión por matar mujeres, éste se justificaba así: "Es ridículo preocuparse tanto por el contenido de la ficción. No es real. Vamos, no te pongas así. No son más que juegos ".
No sin cierta malicia por parte de Helen Oyeyemi, esos juegos, ese forcejeo especular entre realidad y ficción se hace extensivo a los sucesivos intentos narrativos que corresponden a eso que en las novelas de antes se llamaban capítulos. A este respecto, no parece mala idea que todo lector no anglosajón le eche un buen vistazo a un supuesto cuento infantil llamado Mr. Fox (los perezosos pueden encontrarlo en Internet) que es la variante inglesa del mito de Barbazul. El titulo de la novela y el cuento infantil, que el escritor se llame señor Fox y su esposa sea la señora Fox, o que el personaje que surge de la ficción para irrumpir, influir y tergiversar la realidad se llame Mary Foxe cobra de pronto unos sentidos que todavía se abren a nuevas e intrigantes conjeturas cuando al final aparecen una serie de pequeños relatos protagonizados por zorros.
Contado así puede parecer que la novela sea un galimatías inextricable, pero no hay tal. Ya digo que Helen Oyeyemi posee unas dotes innatas (me resisto a calificarlas de facilidad porque todo el mundo sabe el esfuerzo terrible que les supone a los escritores alcanzar esa supuesta "facilidad") para la narración. Y capítulo a capítulo las historias son perfectamente comprensibles. Otra cosa es el partido que cada uno sepa sacarle a la intertextualidad, es decir, las misteriosas corrientes subterráneas que corren de un relato a otro con una extraña coherencia expresiva. Recurrir a la lógica tradicional en busca de una explicación única es caer en la clase de cerrazón que St. Jonn Fox le reprocha a la joven la primera vez que ésta le acusa de ser un asesino: "Careces de sentido del humor, Mary". Y tiene razón: al fin y al cabo es un juego, a ratos muy serio y en ocasiones tan duro como la vida misma, pero un juego que sólo tiene sentido si se le echa una buena dosis de humor. Y ya puestos, una buena dosis de desparpajo creativo.

El señor Fox
Helen Oyeyemi
Acantilado

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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