Juan Pablo Meneses
Me gustan los cruceros porque navegan. Porque uno puede escuchar el océano chocando contra el casco, ver el mar desde la ventana y mirar ciudades que se acerca o alejan dependiendo si uno zarpa o atraca.
Me gustan los cruceros porque están llenos de entretenciones, entretenedores, comidas, máquinas tragamonedas, bares abiertos, discotecas, librería con best-sellers, mesas, masas, sillas, parlantes, piscinas, tiendas, ruido, habitaciones, televisores y turistas. Miles y miles de turistas dedicados a un gran plan: las vacaciones.
Me gustan los cruceros porque no pretenden cambiarte la vida. Los pasajeros de los cruceros bajan en peregrinación a las ciudades, sacan fotos y vuelven al barco. Me gustan tanto como los hoteles todo incluido, sitios donde la vida diaria queda afuera para darle paso a un saludable no-hacer-nada. Me gustan los cruceros porque uno puede sentirse joven y flaco: el promedio de edad de un pasajero de crucero es de 65 años y unos 95 kilos de peso.
Es cierto que hay muchos que detestan los cruceros. Para cierto tipo de viajero experto, pasar tus vacaciones en estos mall flotantes suena a sacrilegio. A turísticamente incorrecto. A panorama bobo, plano, chato, simplón. Me gustan los cruceros porque a sus pasajeros nada de esto les importa. Al contrario, suman y suman seguidores. Mientras el prejuicio no los saca de la mira telescópica, la comunidad de adictos a cruceros crece. Y se traspasan con el orgullo que se comparte una buena mano de droga.
Me gustan los cruceros porque hace 20 años mis padres fueron a uno por el Caribe, y lo recuerdan como si el viaje hubiera sido ayer. Me gustan porque, finalmente y pese a lo que se crea, generan en sus consumidores cierta mística. Pertenencia.
Me gustan los cruceros porque tienen peluquería. Porque la gente se esmera en vestir elegante para la cena con el capitán. Porque hay música bailable en vivo. Porque hay bar con pianista. Porque te sacan fotos que luego te venden. Porque te sonríen. Porque trabajan para ti. Porque puedes elegir entre hacer yoga, tomar sol, ir al gimnasio, pasar la tarde tragando pizzas mientras metes fichas en el tragamonedas, emborracharte, bañarte en la piscina o dormir. Nada muy diferente a la vida diaria, pero bajando algunas horas en diferentes puertos.
En 1996 el escritor David Foster Wallace escribió "Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer", un lúcido y crítico retrato de un viaje en crucero por el Caribe. Obviamente, más que apuntar al crucero en sí, lo que Foster Wallace hace es una crítica a la sociedad de consumo, al hombre medio estadounidense, al turismo. Me gustan los cruceros porque, finalmente, terminan siendo más literarios que una playa paradisíaca. Si quieres buscar historias, nada mejor que una ciudad flotante.
Me gustan los cruceros, aunque alguna vez uno se hunda.
Me gusta mucho, tal vez, porque nunca me he subido a uno.
Twitter: @menesesportatil