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Literatura realista

Por 20 de enero de 2011 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

 

Cervantes, que ha vivido la pobreza, los embargos por deudas y la cárcel, que ha huido de la justicia que lo busca por pendenciero, que ha padecido la guerra y el cautiverio de Argel, se empeña en escribir La Galatea, en largo balido empalagoso donde no dice nada, en el género que no triunfa. Al poco tiempo, tras una temporada como empleado pobre y de nuevo en la cárcel por dinero, empieza el Quijote, que él considera una mascarada menor, falta del preceptivo muermo de égloga, sin el aliño y falseo debidos. Tras el inesperado éxito, vuelve a la cárcel, con casi toda su familia. Hace la segunda parte del Quijote donde, contra lo que se ha dicho, no solo no trata mejor al protagonista, sino que adula a quienes lo escarnecen, con tal sean duques, aunque de papel. Por fin, tras cometer, insistir y reincidir en la poesía más vacua, malviviendo de la protección de una arzobispillos y condes, da cima tenaz alPersiles, comistrajo laborioso, irreal e insufrible, al que se aplica durante muchos años, y para el que toma como modelo a Heliodoro, novelista griego de la época decadente e indigesta, literato heroico incomprendido, que prefirió renunciar a su obispado de Trica antes que repudiar sus etiópicos Amores de Teágenes y Clariclea, novela hipercasta e intrincada hasta la perdición. Por fin, Cervantes, ya en la dedicatoria de Persiles, a punto de morir, se declara aficionado al servilismo y a besar los pies a los condes, impetra la gloria para sus retumbos y obras más ovejunas, y no recuerda la famosa que la posteridad dice venerar. Queda el Quijote, con su suerte singular de obra no idealista de un autor que sí lo fue, y que sirve para que sus glosadores se declaren idealistas, sin serlo.

La vida de Cervantes podría ser archimodélica como aquella del hombre que pasa su vida ajetreado y urgido por cosas agrias, mezquinas, tristes y viles, pero que, salvo entreactos de flaqueza realista, se empeña y esmera en escribir, con gran trabajo y ningún aplauso, maravillas relamidas que suceden en armonía imposible. Al morir, insiste en su contumacia heroica. Jamás, nadie, ni el público contemporáneo, ni la posteridad, le da la razón, y finalmente la grey de comentaristas atribuye su nombre a un espectro que él nunca fue ni deseó ser. 

La vida de un autor que se empeña, no en que los libros de caballería sean verdad, sino en que lo sean los pastoriles, sería una vida heroica, pero no podía ser obra de Cervantes. Como tampoco fue obra de Roth la vida de un escritor olvidado en Amsterdam, que no puede andar a causa de sus pies hinchados y del delirium, y escribe en la cama La confesión de un asesino contada en una noche, mientras vive de un comité de ayuda que le paga el alquiler de su cuarto. 

Literatura que nos salva del mundo y trata de sacrificios humanos. Se ve que atiende una necesidad. Entre los griegos se usaban los fármacos, que eran unos irrelevantes mediante los que se purgaba la necesidad pública de masacre, y a los que se lapidaba siguiendo la indicación de algún sabio. A falta de matar a quien uno querría, se mataba impunemente y en feroz cuadrilla a quien señalase la autoridad. Con el tiempo, el día de matar a los fármacos tuvo su lugar fijo en el año, y no tardó todo el mundo en ver que era muy feo lapidar a unos fármacos andrajosos. De modo que los hicieron funcionarios fijos, y los vestían y alimentaban en unas farmacopeas de la polis, para soltarlos el día de los fármacos y apedrear unas piezas que diera gusto. También todo aquello amplió sobremanera la literatura.

 

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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