Edmundo Paz Soldán
Freedom, su última novela, fue recibida el año pasado como un acontecimiento: la revista Time le dedicó una portada a Franzen, Obama se las ingenió para conseguir un ejemplar antes de que la novela fuera publicada y el New York Times le dedicó tantas reseñas hiperelogiosas que hasta hubo tiempo para la polémica (algunas escritoras se quejaron en voz alta de que jamás había tanta cobertura cuando una mujer publicaba un gran libro). Cuando, en octubre pasado, un estudiante de veintisiete años robó los anteojos de Franzen en la fiesta de lanzamiento de Freedom en Londres y eso se reportó como una noticia relevante, la saturación mediática produjo una reacción. A fines de año, Freedom fue el libro más citado en las listas de lo mejor del 2010; al mismo tiempo, hubo críticos y escritores que se vanagloriaron de no incluirlo entre sus elegidos (una señal más de la importancia de Franzen: tener que mencionarlo para ningunearlo).
En los Estados Unidos, la novela es hoy más un entretenimiento sofisticado que el vehículo de crítica cultural que fue en manos de Roth, Bellow y compañía. El establishment literario neoyorquino sueña con una novela -y un novelista- capaz de reinventar la forma para este nuevo siglo (por eso, quizás, la manera redentora en que se recibió la obra de Roberto Bolaño); como no existe ese escritor, queda la nostalgia por aquello que la novela alguna vez fue. Franzen no abre la novela hacia el futuro; más bien muestra que se puede escribir un gran libro en pleno siglo XXI con todo el arsenal de trucos y estrategias narrativas desarrolladas por la novela europea del XIX. Se puede jugar a ser enorme con Tolstoi y Flaubert de la mano y dejando de lado a Joyce y Faulkner y Kafka.
(Qué Pasa, 7 de enero 2011)