Eduardo Gil Bera
“Nada más frágil que la memoria de los beneficios recibidos. Así que fiaos de los hombres que están en condición de no poder fallaros, más que de aquellos a quienes habéis hecho favores, porque a menudo ellos no se acuerdan, o suponen esos favores menos importantes de lo que son, o piensan que alguna necesidad os hizo actuar” lo dice Guicciardini en sus Ricordi (XXIV) y es una fina observación. Pero le falta algo: el otorgante de beneficios y favores sí que se acuerda. De modo que se podría añadir: tú no cuentes con ese al que favoreciste, pero cuenta que quien te favoreció sí cuenta contigo, y eso puede ser digno de cálculo por la facilidad con que se crea un enemigo a partir de un benefactor, casi tan fácil como se crea uno a partir de un beneficiado.
La economía del favor tiene sus peculiaridades. Un favor se empieza a pagar con el mismo hecho de pedirlo. Puede ser que su petición cueste tanto que esté condenada a no poder ser resarcida por la más pronta y atenta concesión. De modo que, haciéndose rogar, se puede llegar a contraer una deuda de muy difícil quita.
Son cosas sabidas de muy antiguo. En las sociedades rurales, estaba detalladamente estipulado el compendio de obligaciones del vecino. Se trataba de evitar en lo posible el germen de discordia que hay en la petición de favores.
Y directamente liada con la susceptibilidad del favor está la intromisión del admirador, con el cual nunca se es lo bastante riguroso y desconfiado. Siempre pretende cobrar a la vista y exige el cumplido que le diga que lo ha hecho bien, que cuela. Exige para su vileza enana que el adulado se envilezca también otro tanto. Y lo chusco del caso es que negarse a dar ese estúpido paso de baile puede suponer una ofensa grave. Así se da en el brete de violentarse aceptando la intromisión, o violentarse rechazándola. Y, sobre todo, que el admirador se vengará sin falta: ya antes de empezar a venerar está tramando el desquite.
Antes se empleaba un verbo gracioso y plástico “colinear”, o sea hacer como el perro. Y el que colinea a alguien no lo hace porque aprecie sus méritos, sino porque adquiere un salvoconducto de elevación a costa ajena. Es, por lo tanto, el mayor parásito. Por algo decía Nietzsche que hay más intromisión en la alabanza que en la censura. Es increíble el avance que tiene la adulación en todas las inteligencias por groseras o finas que sean. Por más vil o despreciable que nos parezca alguien, siempre estaremos dispuestos a dar crédito a los juicios favorables con que nos pueda colinear.
La adulación adormece a la víctima, anula su entendimiento, la corrompe y envilece. El admirador ya abusa cuando se permite decirnos qué piensa de nosotros y de lo que hacemos. No es un enemigo futuro, sino que está presente; dispone de una llave maestra y no sabemos cambiar la cerradura.