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Margo Glantz en cuerpo y alma

Por 25 de noviembre de 2010 Sin comentarios

Julio Ortega

 

 

Margo Glantz ha protagonizado la parte sutil del diálogo literario mexicano. En 1969, cuando la conocí, junto a Rosario Castellanos y Carlos Monsiváis, ella animaba las nuevas voces, cuyas primicias presentó después en su compilación Onda y escritura en México (1971); conducía entonces los talleres de narrativa en la UNAM, y dirigía la revista para escritores jóvenes, Punto de partida. Rosario me invitó a dictar mi primera conferencia en México, a nombre del PEN Club, en la Librería de la Universidad. Margo me llevó a hablar en su taller. Ya entonces, ella le daba ingenio y humor a la amistad literaria con México, para lo cual no requería de envestiduras ni programas. Ha perfeccionado el espíritu hospitalario, la inteligencia mundana, y la ironía compartible. El Premio de Literatura de las Lenguas Romances, que recibe este sábado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, reconoce la calidad dialogante de su obra.

 

La trayectoria interior de esta escritora es de por sí intrigante. Al comienzo, ella escribía en los márgenes del relato mexicano, desde fuera de sus cánones, con autoironía reflexiva. Sus primeros libros ensayaban las formas tentativas de la prosa breve, el fragmento y la notación. Pero demostraban, en ello mismo, su sensibilidad contemporánea, alejada tanto de la espesura de la tradición literaria nacional como de la tipicidad de las escrituras femeninas de entonces. Pero lo más notable de su evolución creativa es la calidad íntima y gozosa de su prosa, hecha entre asombros cotidianos, textura musical del recuento, y agudeza analítica. Ese proceso culmina y recomienza en Las genealogías (1981), donde asume la primera persona para narrar la historia de sus padres, emigrados judios, como si ella misma fuese la presencia transitiva y casual en la poderosa lógica biográfica, lingüística y nomádica de una familia de sobrevivientes felices, plena de ingenio y valor. Conocí a Don Jacobo, su padre, que parecía flotar en un cuadro de Chagall.  Margo Glantz reveló en ese libro su mejor talento: un lenguaje capaz de recuperar el mundo en su fuga, demorándolo en su ligera extravagancia.

 

Por eso, en Síndrome de naufragios (1984) se propuso nada menos que recobrar de los desastres una ruta de salvamento. Si los naufragios (desde los históricos hasta los domésticos) son más dramáticos, el lugar de su recuento es más irónico: lo que nos queda de la pérdida son citas, nombres, signos de una identidad hecha en el lenguaje. Esa distancia, levemente lúdica, entre las palabras y las cosas es propia del estilo distintivo de Margo, cuya entonación uno podría distinguir entre las muchas voces. Es una dicción forjada en la urbanidad del humor y la complicidad del gusto. Pero también en esa libertad creativa que enciende sus textos con la tentación del juego, del verdadero fuego robado. Entre la erudición y la biografía, esta recuperación del texto como lugar de verificaciones paradójicas confirma su lugar intermediario, entre la crónica y la ficción, entre la historia y los libros, entre la vida cotidiana y sus extravíos.

 

Otro breve recuento de relatos, Zona de derrumbe (2001) demuestra la libertad y madurez ganada por la escritura, así como la incertidumbre y zozobra asumidas por la escritora. “¿Cómo definir con palabras los sentimientos y los afectos?” es la primera frase del primer relato, “Palabras para una fábula,” y se trata de una pregunta por el sentido de las labores de recuperación que esta escritora se ha propuesto, en el cuento que descuenta de la memoria como si rescribiera el olvido. Son labores de emergencia, que ahora interponen su “zona” de escritura contra los “derrumbes” del tiempo, allí donde el cuerpo es uno con el alma. La pregunta, sin embargo, es retórica: los sentimientos no son definibles, exceden al lenguaje, y debemos acudir a las metáforas. Así, las preguntas son una figura mayor:  de antemano, su propia respuesta. Y los afectos, más bien, nos definen, dándonos la identidad que compartimos. Característicamente, desde la “zona” de la escritura, los “derrumbes” (como antes los “naufragios”) interrogan por el cuerpo, por su condición temporal; y por el alma, por la subjetividad construida entre la materia emotiva y el tiempo afectivo. En estos cuentos el cuerpo recuenta sus alarmas (los senos, los pies, la boca), mientras que el alma da cuenta de las pérdidas y recuperaciones; y son, ambos, una plena presencia salvada por la escritura, por esa doble faz de los signos interrogatorios, que encienden algunas pocas respuestas:

 

“Curioso, como una especie de maldición o poder extraterreno, en la terraza de mi casa, cuando escribo esto, ahorita mismo, muchos años después de que el gato ya no existe, tampoco Juan, tampoco el niño, o por lo menos, de que todos se han ido de la casa, Federica y Corina asimismo, de que yo, Nora García, la que les cuenta este cuento de perros y gatos, de que yo, repito, yo, Nora García, que ahora estoy sola porque siempre los hijos, los animales y el marido se van o desaparecen, veo aparecer otro gato, idéntico, pero más grande que Zeus, también siamés: camina por entre las plantas y las flores. Va apareciendo lentamente, primero, su cola enroscada, amarilla, luego su cabeza y sus ojos verdes brillan” (“Animal de dos semblantes”).

 

Esta epifanía  ya no es una recuperación agónica sino una aparición gratuita. El nuevo felino aparece sin nombre y sustituye al desaparecido, como un milagro doméstico. Es un heraldo de la fortuna, que se impone pleno y suficiente. Viene de lejos, gestado por el lenguaje de la subjetividad, y ocupa el presente,  la “zona” que abre  la simetría de las compensaciones.

  

Apariciones (1996), su novela sobre el cuerpo erótico, sobre esa palpitación del instante, prolonga estas correspondencias buscando explorar el Eros en el trance místico y en el trance sexual. La luz de uno es la sombra del otro: el flagelo del cuerpo se desdobla en la violencia posesiva. En esas dos vertientes, el cuerpo reconoce sus simas y abismos. Y el largo asedio del lenguaje culmina en la fulguración del deseo, sin otro lugar que su próxima aparición.

 

 

Margo Glantz había recorrido las estaciones de plenitud (fama, inteligencia, desafío) de sor Juana Inés de la Cruz, pero también los recintos de su agonía (confinamiento, castigo, silencio); y esa hipérbole de la lectura barroca, esa biografía de la mujer intelectual mexicana, se convirtió en su centro de investigación y estudio. En sí mismos, sus ensayos sobre sor Juana son una lectura iluminadora, formal y puntual. Su validez es tanto crítica como interpretativa, especialmente en torno a las estrategias de la comunicación emotiva, que Glantz  no lee como una convención retórica de la época (en la cual el canon clásico de la impersonalidad libera al autor de su biografía y convierte al poema en variación de tópicos y tropos); sino que las lee como tensión y desafío, como estrategias que forjan una metáfora pasional del discurso femenino. Pero no ve a sor Juana como ilustración proto-feminista sino como inteligencia de lo femenino, de ese espacio de la subjetividad que excede a los pronombres y a los géneros, y forja su propia figura barroca.

 

Por lo mismo, no extraña que el imaginario de esa lectura de sor Juana Inés de la Cruz haya hecho camino en estos relatos en torno a la subjetividad femenina, a su habla no codificada del todo, no del todo socializada, cuyo diálogo va entre márgenes del discurso normativo y umbrales de la ficción desanudada. Lo “femenino” sería la biografía de esa intersección, de esa vida en pos de su grafía. En su  novela El rastro (Barcelona, Anagrama, 2002), la metáfora del corazón enamorado (“mi corazón deshecho entre tus manos”) está presidida por el famoso soneto de sor Juana. Ese soneto proclama que el corazón es la prueba definitiva de una verdad que el amante toca (“en líquido humor viste y tocaste”); esto es, deshecho en llanto, es secreto revelado. Sólo que se trata de la mayor hipérbole barroca: la que convierte a la metáfora en nombre, y al nombre en la cosa misma. El corazón, nos dice sor Juana, es la inteligencia del lenguaje.

 

Esta novela recorre la vida, pasión y muerte del corazón: emblema amoroso, enigma novelesco, cita sentimental, tema médico y, por fin, exangüe y muerto. Órgano vital, centro emotivo, eje retórico, tópico popular, objeto clínico, el discurso del corazón es, novelescamente, una historia de amor desdichado; esto es, el recuento melancólico de la muerte de la pareja. Se trata de un recuento de fuerza hipnótica y obsesión entrañable. La historia de Nora García, esa persona verosímil que Glantz ha construido para asumir el relato, es un trabajo de luto: empieza cuando ella asiste al velatorio de su ex-marido, y termina cuando se despide del féretro. Pero la novela no es una historia de amor sino el réquiem de su proceso: la muerte de la pareja ya ha ocurrido, y esta segunda muerte (como en el poema de José Gorostiza) es una “muerte sin fin,” y sin finalidad. Si la muerte ocupa todo el lenguaje, la muerte del amor lo vacía: la vida puede ser absurda, pero el amor es aún más precario. “¿Es imposible expresar la pasión?” (108) se pregunta la narradora. Y se responde: sólo las lágrimas podrían expresar la sinceridad absoluta, porque “van más allá que las palabras.” Nora García, por eso, discurre entre remedios (figuras musicales, descripciones anatómicas, repertorios populares) para la melancólica. Pero las metáforas dicen más:

  

“Yo me permito, a mi vez, esbozar una fantasía poética, trazar una relación entre el corazón, ese órgano imprescindible que dibuja un jeroglífico, el de los sentimientos -¿la fisiología del amor?- y la forma del soneto. Como el corazón, el soneto se cierra sobre sí mismo, jamás puede salirse de su marco, así se trate del vapor que la pasión hace asomar a los ojos, creo que gracias al efecto de combustión –una mezquina combinación térmica-, el corazón puede deshacerse en lágrimas, romperse, destruirse. La forma del soneto es muy parecida a la del corazón, este delicado instrumento cerrado sobre sí mismo que cuando desborda ocasiona la muerte del cuerpo –en este caso particular, la muerte del cuerpo de Juan- y también la muerte del poema” (131-32).

 

Nora García (hora de gracia), le cede la palabra a su otro yo, el de la autora, no en vano devota del corazón imaginado por la monja mexicana, cuyo soneto está hecho de dos frases, como de dos válvulas abiertas por donde van las palabras, cálidas y fluidas, hasta sus manos de lectora erudita. Pero esa erudición no es sólo petrarquista y elocuente, también es popular y decidora, aunque no deja de ser física y fúnebre. Esta es, después de todo, una figura del corazón mexicano, una novela que se levanta como esos “triunfos” barrocos que decoraba sor Juana con alegorías imposibles. (Soy testigo: en un café portugués en mi pueblo, Margo le preguntó a la cantante de fados si no sabía canciones de amor aún más desdichadas).

 

De modo que esta novela suma los extremos en su apasionado recuento: el arabesco de las “Variaciones Goldberg” de Bach, las estadísticas médicas y las imágenes  de “cursilería sublime.” Esa suma es su trayecto narrativo, la traza de los amantes desavenidos, cuyo luto Nora rinde. La historia del corazón se convierte en la novela de la desdicha, una variación barroca ella misma, entre motivos, contrapuntos y voces desengañadas, entre la belleza del amor sin habla y el absurdo del desamor sin vida. Pronto advertimos que el lenguaje circula por el cuerpo de la ficción con su ritmo de acopio, canto funeral y palpitación viva. El rastro, esa huella recobrada a pulso por la escritura, al final nos dice que nada es más inexplicable que el amor, menos durable que la felicidad, y más trivial que la muerte.

 

“Sombra frágil de una pérdida,” esta novela lleva el desamparo insumiso de lo vivo.  El rastro de Margo Glantz late como un lenguaje más cierto.

 

 

 

 
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Julio Ortega

Julio Ortega, Perú, 1942. Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima,  y publicar su primer libro de crítica,  La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al "boom" de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU,  Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert.  Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:"Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso."

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