Jorge Eduardo Benavides
Desde hace mucho tiempo atrás procuro escribir en las bibliotecas. Normalmente en la Nacional de Madrid, que es la ciudad donde vivo desde hace años, pero también en las de aquellas donde paso una temporada de al menos una semana. Al principio lo hacía porque era una forma de establecer una rutina de trabajo algo más rigurosa de la que tengo en casa, donde hay tantas distracciones: el teléfono, la libertad de concedernos treguas, encender un cigarrillo, poner una lavadora, mirar por la ventana…pero después descubrí que ese rigor de ir a un lugar a trabajar, abandonando así la supuesta libertad del trabajo autónomo, se compensaba con el tiempo muy distinto, más luminoso y fértil, que encuentro en una biblioteca. En la Nacional, por ejemplo, no hay muchas distracciones, o si se quiere, están bastante compartimentadas, pues la cafetería queda tres pisos más abajo y fumar un cigarrillo implica tal cantidad de movimientos burocráticos para salir a la calle un momento que no vale la pena, al menos para los que como yo, no echamos tanto en falta fumar. Las horas cunden y hasta el más remolón termina concentrándose en su labor, en los libros a consultar, en las páginas de esa nueva novela por donde siempre se avanza a ciegas.
También me gusta mucho la pequeña y austera biblioteca del Olivar, en Lima, donde son más laxos y la gente puede llevar una coca cola y hasta un panecillo para consultar la prensa u ojear un libro. Tiene amplios ventanales que se abren a una lagunilla artificial, rodeada de bancas y olivos centenarios, estremecidos por la garúa, punteados por el canto monótono de las cuculíes. Es un lugar de funcionarios amables que no ponen pegas –de esas inverosímiles a las que son tan aficionados los funcionarios peruanos– ni te contestan mal ni nada de eso. Al contrario, siempre están dispuestos a resolverle a uno cualquier cuestión, desde un enchufe que no llevamos los despistados junto con el ordenador, hasta el dato de ese libro que queremos consultar. Rodeada de jardines impecables, casonas antiguas y coquetas, viejos olivos que dan cuenta del paso del tiempo, me ofrece además la posibilidad de salir y estirar las piernas y reconciliarme una y otra vez con Lima.
La Biblioteca Pública de Nueva York (la famosa, la de la Quinta con la 42) al principio marea y amedrenta, con sus estampa cinematográfica y sus leones que parecen siempre estar posando majestuosos para una cámara. Tan grande, tan llena de pasillos y de mármoles, de salas rumorosas donde atienden bibliotecarias de gafas que parecen salidas de una película de los años cincuenta. Su sala de lectura principal, con mesas amplias de castaño y lamparitas doradas, individuales, le dan ese aire entre laborioso y sedante que tanto busca uno en las bibliotecas. La primera vez que fui –estaba terminando una novela, cogía el tren todas las mañanas desde Long Island– me constó concentrarme, vencido por mi interés fetichista. Supongo que para un aficionado al fútbol sería como entrenar todos los días en el Santiago Bernabeu o en el Camp Nou… Pero además, es una biblioteca con tal cantidad de actividades que amerita un viaje exclusivamente para conocerla y disfrutarla. Es una pequeña ciudadela, cuyos muros están levantados con libros y más libros.
Finalmente, la Biblioteca Municipal de Ginebra, tan pequeñita y pulcra, es una de las que más quiero, como a esa amable ciudad calvinista llena de sudamericanos… Está en medio del casco antiguo, entre callejuelas sinuosas y empinadas, colmadas del bullicio laboral y diligente que es tan propio de allí. No necesitas carnet, pero sí conocer bien las mejores horas para encontrar un lugar donde sentar plaza, de preferencia frente a los ventanales que miran hacia la Rue Confederation. Mejor por la mañana que por la tarde, incluso los días lluviosos le dan ese aliento particular a la escritura reconcentrada que exige su sala impoluta y pacífica. Quizá porque cada biblioteca tiene su propia personalidad y eso se nota también en lo que uno escribe, en la mejor disposición que ofrecen unas para investigar, otras para o leer, y otras más para corregir o escribir o simplemente tomar notas. Fantásticos lugares.