Jorge Eduardo Benavides
Una de las preguntas más frecuentes cuando se trata de entrevistar escritores e indagar en su método de trabajo tiene que ver con su espacio, el lugar donde escribe, la guarida de la creación, la leonera, al decir de algunos. Y todo parece indicar que,a menudo, este espacio pertenece más bien a la elusiva categoría de lo romántico, de una cierta idealización de la realidad. A veces leo las respuestas de escritores que indican con todo lujo de detalles dicho lugar, el primor con que lo han ido llenando de objetos prácticos –lápices, plumas y más recientemente dispositivos electrónicos de toda índole– tanto como de fotografías, objetos decorativos, infinidad de libros como un horizonte inabarcable de lecturas y rumas de papeles que en las fotos adquieren esa cualidad misteriosa que exacerba la imaginación del observador. Algunos escritores suelen añadir que no pueden trabajar o les resulta difícil hacerlo fuera de aquel despacho, de aquella habitación convertida en su centro de trabajo y que añoran cuando se encuentran lejos, pues la inspiración les abandona o simplemente la incomodidad de hallarse alejados de su lugar habitual les inmoviliza para crear. Y debe ser cierto, pero también lo es que muchos aspirantes a escritores suelen estar más pendientes de encontrar ese lugar y de crear una cierta atmósfera que de el hecho de escribir en sí. Algunos encuentran ese lugar fuera de casa, de preferencia en cafés antiguos, donde creo advertir un cierto punto de exhibicionismo: basta con entrar al madrileño Café Comercial para encontrarse en ocasiones un disciplinado y reconcentrado ejército de escritores frente a sus portátiles, absortos en sus novelas o en sus poemas. Unos cuantos perseveran con las libretas y los bolígrafos. Porque para algunos, escribir entraña también una cierta estética.
Lo cuenta Julio Ramón Ribeyro, creo que en sus «Prosas apátridas»: dice que cuando era muy joven se sentaba frente a una máquina de escribir, y con un vaso de agua como si fuera de vino, mordisqueaba una pipa de su padre y soñaba con escribir. Repetía los gestos que su imaginación adolescente le había procurado para alentar una imagen más bien vicaria de lo que él consideraba que era ser escritor. Su conclusión, al menos así la recuerdo, es que treinta años después está sentado frente a una máquina de escribir, con un vaso de vino y un eterno cigarrillo humeando en un cenicero cercano, pero despojado totalmente de su carácter romántico. Porque crear un espacio para escribir es magnífico… si lo conseguimos. Pero buscar tiempo para escribir donde podamos y cuando podamos es mejor. O más realista.