
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
En el texto que cierra El fondo del cielo, Rodrigo Fresán tiene el tino de aclarar: "Esta no es una novela de ciencia-ficción. Esta es una novela con ciencia-ficción". La salvedad viene a cuento dado que el relato utiliza (en más de un sentido) como personajes centrales a dos que fueron fanáticos del género en su época de oro; que permitieron que esa pasión moldease sus vidas -uno optando por la ciencia, el otro por la ficción-; y que, en consecuencia, nunca dejaron de concebir sus vidas como lo que en efecto son, al igual que las nuestras: un viaje en el espaciotiempo.
La novela también está llena de homenajes a grandes del género (o, para ser precisos, a sus alter egos de universos tan paralelos como próximos) en cualquiera de sus soportes, desde Philip K. Dick, Kurt Vonnegut y Howard Philip Lovecraft a Stanley Kubrick; y de guiños a Rod Serling, Star Trek, Amazing Stories, El eternauta (ah, esa nieve que la tragedia convirtió en perjurio), Adolfo Bioy Casares y un largo listado de lo que en Fresán-speak sería apropiado denominar Greatest Hits del asunto.
Pero todo esto, en cuaquier caso, es lo previsible. Lo que resulta imprevisible es la naturaleza del relato. Que inspira la tentación de ser definido como Jules et Jim reescrito por Ray Bradbury. (Sí, por Bradbury y no por Dick ni por Ballard: como suelen hacer los grandes escritores, Fresán subraya algunas influencias para disimular la única que cuenta. Después de todo, ¿quién es el maestro indiscutido de los melancólicos atardeceres marcianos?) Tentación que resistiré, porque sería conformarse con menos de lo que El fondo del cielo sugiere, y por lo tanto se merece.
Cualquier intento de glosar su anécdota sería reduccionista. Si dijese que la novela cuenta la historia de Isaac Goldman (aquel que optó por seguir escribiendo ficción) y de Ezra Leventhal (aquel que renunció al género para elegir la ciencia, reescribiendo la historia del mundo desde el Manhattan Project en adelante), cometería una injusticia, porque el asunto de los chicos americanos y judíos que idolatran y finalmente practican un género considerado ‘menor’ remite a The Amazing Adventures of Kavalier & Clay de Michael Chabon (otra influencia que Fresán conjura en los agradecimientos), cuando su novela toma una dirección por completo distinta. (Además, su contexto mismo lo altera todo: en USA es posible escribir una novela sobre autores de historietas y ganar un Pulitzer. En Hispanoamérica los custodios de la cultura creen que los géneros ‘menores’ no deben contaminar la literatura, y suelen castigar con la indiferencia a los que desconocen ese dictum. O sea: lo que Chabon hace de manera natural, Fresán lo hace a sabiendas de que practica una osadía.)
(Continuará.)