
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
“Hay un viejo dictum que siempre me ha parecido uno de los más superficiales e idiotas, producto de alguien que visiblemente no era un novelista”, sostiene Juan Gabriel Vásquez en El arte de la distorsión. Y ese dictum es el siguiente: ‘Escribe sobre lo que conoces’.
Escribir sobre lo que ya sabemos equivale a contemplarse en un espejo. Y no en un espejo extraño o deformante como los de las ferias, ni tampoco en uno que invite a atraversarlo como aquel tan caro a Lewis Carroll, sino en un espejo convencional, de esos que se rompen si uno los embiste, y que nunca nos devuelven otra cosa que los rasgos que ya nos sabemos de memoria. Cuando lo que uno debería hacer cuando se lanza a escribir es, por supuesto, todo lo contrario.
En uno de los capítulos más lúcidos de su libro, aquel que tituló Literatura de inquilinos, Vásquez sostiene que la mejor carta con que cuenta un escritor es, más bien, su desconocimiento. “… El verbo inventar viene del latín invenire, que significa ‘encontrar’”, dice, lo cual torna inevitable la conclusión: el oficio de escritor “consiste precisamente en buscar”.
Por supuesto, esto no significa que un escritor tenga prohibido hablar de sí mismo. (Nadie escribe por otra razón que su propio deseo, ni de otra cosa que no sean sus obsesiones.) Ni que haya que evitar referirse a circunstancias familiares, o cuanto menos que le resulten conocidas. Lo que marca la diferencia es la actitud con que se narra. Aun cuando vaya a contar la historia de alguien que se le parece mucho y que atraviesa una situación idéntica a la suya, lo primero que hace el escritor genuino es tratar de perderse. Renuncia a lo familiar, se desprende de sus seguridades, extravía bastones y muletas, se desinstala, abandona (aunque más no sea metafóricamente) su hogar, porque sabe que no producirá nada valioso a no ser que escriba desde un lugar (del alma, pero lugar al fin) que le resulte terriblemente incómodo.
Por eso se procura un espejo roto, dañado o mal hecho, que le permita desconocer la imagen que lo mira. Y se lanza a narrar la aventura de ese extrañamiento. Porque el escritor de verdad, y por extensión el artista, nunca habla de lo que sabe. ¿Cuál sería la gracia de escribir si uno sólo fuese a dar cuenta de aquello que ya tiene claro?
Vásquez cita una frase de Philip Roth en la novela llamada (del modo más oportuno) Deception, que abre una posibilidad inquietante. Al decir que la vida es “ficción ligeramente torcida”, Roth parece sugerir que nuestras vidas son el espejo que distorsiona, y que la ficción es más bien la imagen original, clara y distinta –el ideal platónico que embarramos a diario.
De cualquiera de los dos modos (leamos de izquierda a derecha o de derecha a izquierda), lo que resulta indiscutible es que vida y ficción sostienen una relación especular; y que preguntarse por qué creamos –y por ende por qué leemos- se parece mucho a preguntar no sólo por qué vivimos, sino además por qué decidimos seguir viviendo.
(Continuará.)