
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Veo que todos nos hemos enfrentado alguna vez a obras pretendidamente gigantescas que, al menos para nosotros, terminaron teniendo pies de barro…
También es posible que hayamos chocado con textos inexpugnables en un tiempo de la vida en que estábamos verdes para acometerlos; o, por el contrario, que hayamos leído entonces textos que nos parecieron geniales y tememos revisitar, por miedo a que ahora nos decepcionen. No sé, por ejemplo, qué me pasaría si leyese hoy El juego de abalorios de Hermann Hesse, que hace treinta años me pareció la profundidad encarnada. O Crónicas marcianas, por ejemplo. (Alguien me dijo hace poco que la vieja traducción de Minotauro era incluso mejor que el original…)
Como hijos inexorables del Quijote, cargar contra ciertos mamotretos endiosados por la crítica nos produce satisfacción: se trata, a fin de cuentas, de lo que en términos folletinescos podríamos denominar la venganza del lector.
Sin embargo yo soy de los que sienten más placer hablando bien de una novela (o película, o serie) que destrozándola. Y más aún cuando estoy seguro de haber encontrado un diamante entre el carbón de la mina. La sensación de recomendarle a otros algo que descubrimos en medio de tanta hojarasca, es de un placer inenarrable: como compartir un secreto delicioso.
¿Tienen alguno de estos descubrimientos para compartir conmigo? ¿Libros de los que no suele hablarse, que no fueron best-sellers ni figuran en ningún Top Ten de la crítica más reputada?
Yo suelo socializar mis descubrimientos por este medio. Miro en derredor tan sólo para percatarme de que he hablado con ustedes de la mayor parte de los libros que, habiéndome impactado, me rodean. Para rebuscar en pos de viejas joyas debería ir a la otra biblioteca, la del fondo de mi casa. Pero puedo hablar con ustedes de un libro que terminé hoy y me emocionó profundamente: se llama The Graveyard Book y es de Neil Gaiman.
Famoso como autor de comics (The Sandman) y relatos fantásticos (Anansi Boys), Gaiman también ha escrito libros (semi)infantiles como Coraline, que hace poco se transformó en película. The Graveyard Book (literalmente, El libro del cementerio) es de esas novelitas de las que los adultos escapan por creerlas infantiles y que asustan a muchos niños porque lidian con cuestiones oscuras. En cualquier caso, The Graveyard Book es una lectura gozosa para todos aquellos que, como yo, vivimos en una zona de duermevela que nos impide siempre ser del todo adultos.
La historia de Nobody Owens, un niño que queda huérfano cuando bebé y es criado por los fantasmas del cementerio, me pareció encantadora, entre otros motivos, porque va a contrapelo de los tiempos: en un mundo que pretende educarnos a partir de las cosas que podríamos ganar, los fantasmas forman a Bod en lo que Elizabeth Bishop llamó el arte de la pérdida.
Terminé de leer sus últimas páginas después de encontrarme con un amigo que venía de perder algo muy precioso, y por eso el libro me conmovió todavía más. Agrego este último dato porque sé que mi amigo lo apreciará, dado que en su momento le presté la novela: entre la gente a quien Gaiman le agradece al final está Audrey Niffenegger, la autora de una maravillosa novela que vuelvo a recomendar aquí, The Time Traveller’s Wife –otra historia exquisita sobre el arte de la pérdida.
¿Y ustedes, que perlas ocultas tienen para compartir?