
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
“Lo que el hombre piense sobre la guerra no importa. La guerra permanece”, dice el juez Holden en uno de esos momentos donde deja de ser cruel para mostrarse locuaz. “Sería como preguntarle al hombre qué opina de la piedra. La guerra siempre estuvo aquí. Antes de que el hombre fuese, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo esperando a su practicante supremo. Esa es la forma en que siempre fue y será”.
A nadie le gusta admitir que la guerra es el oficio supremo, aunque la lectura de cualquier diario serio (este es un adjetivo que usaremos cada vez más, dado que decir ‘ver un noticiero’ o ‘leer un diario’ no alcanza para definir un compromiso verdadero con lo real) es más que suficiente para separar nuestros deseos y esperanzas de la infatigable industria de la violencia. Pero nadie en sus cabales objetará la definición de Holden sobre el hombre como su “practicante supremo”. Sobre la naturaleza de esta compulsión, el juez patibulario también tiene algo para decir:
“Si Dios tuviese la intención de intervenir en la degeneración de la humanidad, ¿no lo habría hecho ya hace rato? Los lobos purgan sus propias filas, amigo. ¿Qué otra criatura podría hacerlo? ¿Y no es la raza del hombre todavía más predatoria?”
La mención a la prescindencia de Dios no es casual. En el universo de Blood Meridian –porque uno desea con todas las fuerzas que sea un universo otro, por pretérito o por paralelo, pero nunca el nuestro-, la violencia es consecuencia del abandono de Dios y del silencio que el hombre cree haber recibido por herencia.
Este reclamo sordo, que se traduce en los hechos como retaliación (inútil, puro sonido y furia, pero retaliación al fin), estalla en Blood Meridian cada pocas páginas. No es casual que el juez Holden haga su irrupción abortando el sermón de un reverendo a quien acusa de impostor: lo expone con deliberación a la turba, que pasa del gesto pío a la intención linchadora sin escalas, a pesar de que nunca lo ha visto ni oído de él en su vida –por puro esprit de joie.
Del cielo llegan las flechas de los indígenas, masacrando a la gente que ha buscado cobijo en la iglesia devenida prisión. Un ermitaño le dice a ‘el muchacho’: “Cuando Dios hizo al hombre el diablo estaba junto a su codo”. Otro comenta al pasar: “El infierno todavía no se llenó ni siquiera a medias”. Y la imagen crística más clara y patente de la novela está encarnada no en un hombre, sino en un caballo que ha sido víctima –como la especie toda, acorde a la leyenda- de una serpiente que lo ha mordido en la nariz. “…y esta cosa estaba parada ahora en el recinto con su cabeza enormemente hinchada y grotesca como un equino fabuloso concebido para una tragedia ateniense”. Ya se trate del panteón griego o del Dios monoteísta, esta sensación de estar formando parte involuntaria de una tragedia montada por otro se repite de tanto en tanto entre los personajes. La banda de Holden cabalga “como hombres investidos por un objetivo cuyos orígenes los antecedían, como herederos sanguíneos de una orden al mismo tiempo imperativa y remota”.
En un alto Holden se pone a contar una historia, que habla de un joven viajero y del hombre que primero lo invita a su casa y después lo mata por pura envidia. La anécdota parece haber llegado a su fin después de ese sacrificio, una Pasión sin sentido, cuando Holden la somete a una vuelta de tuerca: lo importante, dice, es que el joven viajero esperaba un hijo que nacerá condenado de antemano, dado que toda la vida “tendrá delante suyo el ídolo de una perfección a la que jamás podrá acceder. El padre muerto ha despojado al hijo de su patrimonio. Porque el hijo tiene derecho a la muerte del padre de la que es heredero, tanto más que de sus bienes”. Esa es la visión que Holden tiene de nuestra especie, que se supone hija de un padre que encarna todas las gracias y al que jamás ha podido conocer. “Está roto en presencia de un dios congelado –concluye Holden- y nunca encontrará su camino”.
(Continuará.)