
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Holden lleva un título que nadie le cuestiona, aun cuando no parece responder a ningún tribunal de este mundo. En algún momento alguien se pregunta: “¿Juez de qué?”, y al no obtener respuesta, se cuida de repreguntar. Quizá porque la autoridad que trasunta es natural: no hay nadie en toda Blood Meridian que no esté seguro de que Holden pertenece a otra categoría de lo humano –esto es, si es que en efecto es humano.
Para mayor contraste en compañía de gente tan hirsuta y desaliñada, Holden es calvo por completo. Tampoco tiene cejas ni pestañas ni matorrales en nariz y orejas. Durante una de las ocasiones en que se desnuda –que no son pocas-, demuestra que la totalidad de sus pliegues y orificios están limpios de vellos, casi como si se tratase de un recién nacido… o de alguien que está más allá de los atributos naturales / culturales de lo masculino.
En segundo término, Holden es enorme. Dado que Blood Meridian fue publicada en 1985, resulta difícil creer que a McCarthy no lo rondaba de una u otra manera el Kurtz de Marlon Brando en Apocalypse Now (1979), que más allá de su físico rotundo y de su calva lunar comparte con Holden otra serie de características: el hecho de ser un iluminado entre bárbaros, su propensidad a dar discursos sobre materias que nadie en derredor está en condiciones de comprender (por ejemplo geología) y su condición de guía en nuestro viaje hacia the horror, the horror –frase que ya estaba en el original de Joseph Conrad, que Coppola-Brando hicieron suya en Apocalypse y que McCarthy, sobre el final, evoca a sabiendas de que no puede ser superada; por eso se limita a poner en escena a un personaje que, habiendo sido testigo del último horror que Holden perpetra, musita: Good God almighty.
El juez habla en más idiomas de los que sus compañeros pueden mencionar. Escribe de igual modo, y hasta en simultáneo, con dos manos, “como una araña”. Y lleva consigo un cuaderno donde dibuja las curiosidades geológicas que se topa en el camino, o copia los restos de una vieja armadura europea, o pinturas rupestres. Cuando uno de sus socios en la banda le pregunta porqué lo hace, Holden responde que su intención es “borrar esas cosas de la memoria del hombre”. Como suele completar su tarea destruyendo el original que acaba de copiar, Holden sugiere, primero, un deseo de apropiarse de ese conocimiento, de fagocitarlo; y en segundo lugar, la noción de que se tiene a sí mismo por algo distinto de un hombre.
La novela entera abona esta ambigüedad ante la figura de Holden. En algún momento el narrador dice que el juez se conduce como “una gran deidad pálida”. En otro pasaje dice que “atravesó el fuego y las llamas no le hicieron nada como si en algún sentido fuese natural a su elemento”; al usar el verbo to deliver up, McCarthy sugiere a la vez que Holden ha sido parido, o por lo menos entregado a nosotros, por las llamas.
“Pensé que el juez había sido enviado a nosotros como una maldición”, reflexiona un personaje durante un alto en el camino. “Y sin embargo demostró que yo estaba equivocado. En ese momento, al menos. Ahora estoy indeciso otra vez”. Y el lector con él, oscilando constantemente entre la repulsión que Holden inspira –es un hombre que no vacila en matar niños, y del que se insinúa que además abusa sexualmente de uno de ellos- y el reconocimiento a su salvaje lucidez.
Hay tres pasajes desperdigados por la novela que condensan la mirada de Holden sobre el fenómeno humano. El primero habla de la guerra. El segundo habla de la soledad de la especie. El tercero es una parábola que echa luz sobre las razones de lo anterior.
(Continuará.)