
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Imaginar un mundo sin violencia conduce a distopías como Un mundo feliz. Ningún escritor que recuerde concibió universo alguno en que la violencia haya sido desterrada sin violencia, por más paradójico que suene. Por lo general, las antiutopías estilo Huxley sugieren que la agresión sólo puede ser extirpada por el control social, por el uso del sexo como válvula de escape, por drogas como el soma –o por la amenaza de una agresión aún mayor, vehiculizada por algún tipo de institución: empresa, manicomio, policía, ejército, Estado.
Cualquier represión externa al ser humano es violencia contra su espíritu. Lo cual lleva a la paradoja de La naranja mecánica: si el modo en que se pretende extirpar la violencia del género humano pasa por el condicionamiento, defenderemos la violencia del drugo Alex de manera inevitable, como una expresión de su libertad esencial.
El mito cristiano, tan esencial a la formación de Anthony Burgess, es claro al respecto: somos creados libres, lo cual supone que además del derecho a elegir el bien tenemos también derecho a optar por el mal o por la violencia, siempre y cuando nos hagamos cargo de los platos rotos. El bien no puede resultar nunca de una imposición externa; muy por el contrario, debe ser una elección personal, profunda y responsable.
¿Qué ocurre, pues, cuando vivimos inmersos en un sistema social, político y económico que es en sí mismo violento? ¿Cuándo a pesar de decirse democrático e igualitario, alimenta millonarios bolsones de explotación y de pobreza que, lejos de ser una excepción, son la condición misma de su supervivencia?
Aldous Huxley escribió alguna vez: “Una de las razones de la característica trágica de la existencia humana es el hecho de que la organización social es a la vez necesaria y fatal. Los hombres crean este tipo de organizaciones constantemente, y constantemente se descubren víctimas de los mismos monstruos que han confeccionado”.
A la tendencia natural a la violencia que nos caracteriza, debemos sumarle la presión social. No hay forma de vivir donde vivimos sin ser infectado por el virus de la violencia. Aun cuando eligiésemos una vida anónima, preservándonos de todo otro contacto humano que no nos fuese imprescindible, la violencia de la cultura que nos define penetraría en nuestra alma por la vía de los medios de comunicación.
No, nunca superaremos nuestra compulsión agresiva mediante la fuerza. Ni podemos esperar que un hecho trágico nos escarmiente al punto de curarnos de espanto. Esa es la dialéctica perversa del héroe-villano de Watchmen, que supone que un holocausto aun más grande y espectacular que el Holocausto nos convencería de cambiar armas por abrazos. Ya hemos sufrido genocidios de dimensiones y características que deberían habernos convencido de una vez y para siempre.
Y no aprendimos. Ni aprenderemos, al menos no de esa forma.
(Continuará.)