
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Hace algunos años leí un texto de Konrad Lorenz que me marcó a fuego. Allí Lorenz suministraba una explicación respecto de la violencia que parece inescindible de la condición humana. Según decía, el origen de la violencia que a la primera excusa sacamos a relucir de modo tan rápido y natural es –suenen redoblantes- el miedo. Pero no un miedo genérico, sino uno tan puntual como atroz: aquel que sentimos en nuestros orígenes como especie, cuando debimos enfrentarnos a un mundo por completo hostil, y en las peores condiciones comparativas –esto es, desprovistos del tamaño, las garras y los dientes que convertían al resto de las especies en mejores candidatas para la supervivencia.
Ese miedo se nos habría quedado registrado a nivel genético. Y vuelve a activarse, siempre según Lorenz, cada vez que nos sentimos amenazados.
Esto explicaría, por ejemplo, no sólo la velocidad con que conectamos con la violencia, sino también la manera vergonzante en que respondemos al estímulo del miedo, tan utilizado en estos días por políticos, estadistas y medios de comunicación. (Ellos son los que viven agitando los fantasmas del tigre dientes de sable.) Explicaría también la manera indiscriminada con que distribuimos violencia: nadie se salva de nuestros exabruptos, ni madres ni hijos ni padres ni pobres ni nadie, por más desvalido que esté. Y finalmente echaría luz sobre la saña con que la practicamos, y que nos diferencia de la totalidad de las especies vivas, que jamás matan por placer ni se escudan detrás de elaboradas racionalizaciones. La violencia compulsiva con la que no sólo matamos, sino que rematamos para después someter a humillación los restos de nuestras víctimas, revela la existencia de un ser que en el fondo se siente muy débil y necesita sobreactuar su poder.
Una cuestión tan esencial como compleja, esta de la violencia. La sigo mañana.