
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
¿Por qué será que cuando alguien muere –y ni hablar si resulta asesinado- se convierte en la encarnación de todas las virtudes? ‘Era muy bueno, todos lo amaban, un gran ser humano’, coinciden las voces. Parece que estuviesen sugiriendo, aun de manera involuntaria, que si el muerto no hubiese sido bueno su deceso no sería de lamentar. Cuando en realidad toda muerte entraña una pérdida y un dolor –por pequeño, por sordo que sea.
La muerte de Raúl Alfonsín, el primer presidente argentino post-dictadura, disparó la inevitable competencia de ditirambos. Yo no soy quien para negarle a nadie sus méritos, pero en este caso en particular me gustaría apartarme del coro de ángeles para recordar un daño grande que, a mi juicio, Alfonsín le legó al pueblo argentino. Al hocicar ante las presiones militares, pactar con los genocidas entre bambalinas y regalarles la impunidad, permitió un retroceso atroz en la causa de los derechos humanos. Mi novela nueva, Aquarium, de la que algo he hablado en estos días, trata de cosas muy distintas (de hecho, transcurre entre Israel y Palestina al comienzo de la segunda Intifada) pero recuerda el trauma de la siguiente manera:
‘Puede que al capitular (Alfonsín) haya salvado algunas vidas. Lo indiscutible es que empujó a millones al barro del siguiente silogismo:
Estos militares son culpables, estos militares no pagan pena alguna. Ergo, si nosotros no purgamos pena alguna somos tan culpables como estos militares’.
Eso es lo que Alfonsín hizó, le haya gustado o no: disolver la culpa en la sopa de todos los argentinos, equiparando justos con pecadores.
Creo que hizo algo incluso más peligroso. A pesar de haber sido consagrado por la mayoría de los votantes, en la hora de la crisis no confió en ellos. Prefirió negociar a espaldas de la gente, como un típico político de comité, en lugar de reclamar su apoyo cuando más necesario era. Desde entonces la frase ‘Felices Pascuas’, que pronunció para enviarnos a casa cuando habíamos acudido en masa a apoyarlo en la porfía con los genocidas, nos suena amarga.
Nuestra débil democracia (débil por muchas razones además de esta) es más frágil aun desde que fijó en el imaginario de la gente que nuestros gobernantes nos seducen antes de votar y después, a los primeros vendavales, se bajan los pantalones delante de los otros poderes fácticos –el dinero y la fuerza- acomodándose a sus conveniencias.
Eso no es democracia, es gobierno al mejor postor.
Prefiero aprovechar la noticia de esta muerte no para sumarme a las beatificaciones huecas, sino para recordar las asignaturas que Alfonsín nos dejó pendientes.