
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Qué envidia más grande siento por aquellos afortunados que están viendo y verán los conciertos con que Leonard Cohen regresó a la ruta, después de quince años de ausencia. Dicen que lo que hizo días atrás en el Beacon Theatre fue extraordinario por muchas razones, entre otras el hecho de que ya es dos años más viejo que John McCain… y sin embargo no se traiciona.
Su director musical le dijo a Larry Rohter del New York Times que incluso durante los vuelos más largos, Cohen viaja con las piernas cruzadas y la espalda erguida, un resabio de los años que pasó en un monasterio budista. Algo que también me gusta del artículo de Rohter es la forma en que, citando declaraciones del novelista Pico Iyer, define el arte de Leonard Cohen: música que suena como ‘una colaboración entre Jacques Brel y (el poeta y monje trapense) Thomas Merton’.
Pero en fin, aunque no tengo planes inmediatos de cruzarme con Cohen en algún punto de su gira, puedo recurrir a sus discos, y por ende a sus canciones, en cualquier momento. Casi a modo de compensación –modesta, y por ende zen-, el New Yorker difundió esta semana un poema nuevo del viejo, llamado A Street. Tan simple en su planteo como rico en resonancias, a la manera del mejor Cohen. Alusiones a una Guerra Civil que suena a todas las guerras, la mención a un ‘Fantasma de la Cultura / Con números en su muñeca’ y el brindis de aquel que ‘solía ser tu borracho favorito’, lleno de unas esperanzas que el estribillo se encarga de borrar: ‘Brindemos para que termine de una vez / Y brindemos por la vez que nos conocimos / Yo estaré parado en esta esquina / Donde solía haber una calle’.
Puede que brindar por el fin de la(s) guerra(s) sea inútil. Pero brindar por la salud del maestro no lo será nunca.