
Eder. Óleo de Irene Gracia
Basilio Baltasar
Cuando los danzantes pasean sus cuerpos bronceados por la blanca arena de Copacabana, o se tienden a dormir inmunes a la radiación solar, comprendo que debo tener cuidado con esta metáfora. Me dispongo a contemplar el país con un juego de miradas prestadas pero antes de empezar ya anoto en qué consiste la sensación. En ningún otro lugar me parecerá tan impetuosa la fertilidad que cerca a la metrópoli. Ya sea en las raíces trepadoras que debes podar día y noche o en el termitero de favelas que se encaraman a tu alrededor, la ciega y hambrienta Naturaleza hace acto de presencia. ¿Recuerdas ahora a Dylan Thomas? La fuerza que por el verde tallo impulsa la flor…
¿Será el Carnaval con su laboriosa faena el que seduce tu imaginación? La grotesca Misa del Asno desata el fervor dionisiaco. No es una broma lo que se quiere festejar. El turista, siempre accidental, sobre todo cuando cree tener un pensamiento profundo, quiere disfrazarse y bailar. Ya sabes, una corona de plumas, un pantalón de lentejuelas ajustado… Aunque en realidad, lo peor, como tantas veces, es que tampoco ahora saca provecho a su oportunidad: no entiende a qué ha sido invitado. Carnaval es la encrucijada elegida para quitarse el disfraz. No para hacer el ridículo con el petulante colorido que ofrecen las agencias de viaje. Contrariamente a lo que suele creerse, lo que hacen los brasileiros cuando llega el Carnaval, y de ahí la alegría con que esperan estas fechas heréticas, es quitarse el disfraz. Te das cuenta por la ligereza urgente de las conversaciones. Se acerca el día de la gran hoguera, cuando arderá en un solo destello el cansado flujo de los días pasados en balde. ¿Quién querría disfrazarse en tan magna ocasión?