Lluís Bassets
¡Cómo le cuesta retenerse a Sarkozy!. Lo suyo es el ataque, el reproche, la polémica, la construcción de un enemigo nítido -un maniqueo- al que darle hasta el carné de identidad. Incluso cuando quiere mostrarse moderado y conciliador, sus instintos letales terminan colándose en sus palabras. Así fue el martes el Estrasburgo, ante el Parlamento Europeo, donde despidió su semestre de presidencia francesa del Consejo de la UE con sombrerazos y reverencias versallescas, la ración de autocomplacencia con que perfuma su ego y unas pocas puyas que ni sus escribanos ni su lengua acerada pudieron evitar. El resultado fue espléndido y agradecido por los parlamentarios, sobre todo en relación a otras presidencias aburridas e insulsas. Cabe pensar también que los parlamentarios se sintieron al fin liberados del hiperpresidente y de su incansable activismo y aplaudieron y elogiaron por tanto una actuación brillante pero embarazosa.
Sería totalmente injusto, en todo caso, desconocer los aciertos y las bondades de esta presidencia. Con Sarkozy, Europa ha contado con los reflejos políticos más a punto de Europa. El presidente francés es un ávido acaparador de reacciones ante los más mínimos acontecimientos, de forma que Europa y él se han hecho un enorme y valioso favor mutuo: la primera le ha dado una nutrida agenda con la que saciar su voracidad y ordenar su presidencia, en vez de andar revoloteando en busca de entuertos que resolver; el presidente le ha entregado a la UE su febril activismo, de forma que ha podido encarar dos crisis bien serias, la guerra de Georgia y la crisis financiera con un jefe de bomberos de guardia de primer orden.
De su programa inicial poco hay que decir, porque incluso en sus logros ha quedado aguado. En algunos casos, afortunadamente: es el caso de la Unión para el Mediterráneo, con la que pretendía puentear y excluir a Alemania y a los países del norte y del centro de Europa, cerrar el paso al ingreso de Turquía en la UE, quitar protagonismo a España, anular el Proceso de Barcelona y situar a Francia en el centro de una organización alternativa a la UE, todo con los dineros de esta última y por tanto de los 27. El resultado final, debidamente aguado, fue aceptable para todos y sólo cabe esperar y ver que va a hacer Sarkozy con ella ahora, cuando ya no tendrá la presidencia de la UE. Dada la ambición y la audacia del personaje, cabe sospechar que la Unión para el Mediterráneo puede servir en sus manos, junto al G-8 y el G-20, para prolongar los efectos y las intervenciones públicas como presidente in pectore de Europa.
Lo más destacable, en todo caso, es el aire paleogaullista que Sarkozy ha introducido con su presidencia. Hay una especie de reticencia permanente frente a la Unión Europea, hasta el punto de que apenas utiliza esta expresión. Prefiere hablar de Europa, y de sus naciones, que pertenecen al mundo ideológico del gaullismo más genuino. A diferencia de De Gaulle, ningún recelo tiene para la Comisión Europea: le ha limado uñas y dientes y la ha puesto a su servicio. Durao Barroso le hace de secretario. Pero es la Europa de las decisiones tomadas por unanimidad. La iniciativa es de los jefes de Estado y de Gobierno: las naciones, qué caramba.
Una Europa intergubernamental, en la que corten el bacalao los cuatro más grandes, es la idea que lleva Sarkozy en la cabeza. Sabe que es la mejor posición para Francia: con una Alemania ensimismada, sin asiento permanente ni derecho de veto en el Consejo de Seguridad, sin arma nuclear; una España sin tradición ni auténtica vocación de liderazgo europeo; sólo le queda la euroescéptica y atlántica Gran Bretaña, que le va como anillo al dedo para sus planes. De ahí que no le importe echar más agua todavía al Tratado de Lisboa: le ofrece a Irlanda un comisario por país, sabiendo que constituye un grado más en la disolución de la Comisión y en su instrumentalización por los Gobiernos.
Las reuniones de urgencia para enfrentar la crisis se han guiado por un esquema de este tipo, que margina las instituciones europeas y crea una arquitectura ad hoc, adaptada a las necesidades y ambiciones francesas. Sarkozy ha utilizado la presidencia semestral francesa de la UE para erigirse en el líder europeo del G8 y a continuación del G20, repartiendo incluso boletos de admisión para la reunión de Washington el 15 de noviembre. Ni el eurogrupo ni la Comisión ni el propio Consejo, el órgano que da sentido a la presidencia, han jugado el papel que debían jugar.
Hay que reconocer la originalidad y la astucia de este juego que diluye las instituciones y el propio concepto de Unión Europea y convierte al presidente de Francia en el presidente de Europa. L’Europe c’est moi. Cuando habla de que Europa hace o dice tal o cual cosa, todos entienden muy bien que se trata de sí mismo. El presidente, que encarna a Francia, se ha lanzado ahora a encarnar Europa, y a partir del primero de enero, cuando termina la presidencia le costará soltar esa presa simbólica. En vez de poner las instituciones, en este caso europeas, al servicio de las personas, Sarkozy las pone al servicio de las personalidades y, sobre todo, de su personalidad. La cosecha al final de la presidencia no ha podido ser mejor. Para Francia y para el soberanismo francés que se niega a diluirse en la Unión Europea y quiere conservar la excepción francesa en todos los campos.
Queda por ver, en todo caso, el camino que seguirá el gran Sarko para seguir exhibiéndose como presidente de Europa sin serlo. Lo que es seguro es que el 1 de enero, cuando empieza la presidencia checa, no tirará la toalla.