Lluís Bassets
UNA CAMPAÑA TRIUNFAL
La campaña de Obama ha sido casi perfecta, muy bien dirigida, mejor financiada, y sin cambios de rumbo ni de equipos, nulas filtraciones y con una permanente exhibición de autocontrol por parte del candidato. Pero ha podido sembrar sobre un terreno bien abonado, en el que ya se habían producido modificaciones sustanciales. El Pew Research Center ha detectado una caída en la identificación del electorado como republicano desde 2004 hasta ahora en cinco puntos. Tiene que ver, de una parte, con el cambio demográfico y generacional que ya hemos visto; pero de la otra, sin duda, con la enorme sensación de decepción con la gestión de Bush, que se extendió a todos los segmentos electorales y penetró en el republicanismo a partir de la catástrofe del Katrina en 2005, cuando la Administración hizo una auténtica exhibición de ineptitud e insensibilidad ante los sufrimientos y los problemas de la población afectada. Las elecciones de mitad de mandato de 2006, en las que el Partido Republicano se queda sin mayoría en las dos cámaras, corroboraron la idea de que estaba empezando un fuerte cambio de tendencia.
En el momento de la elección de Obama, un 39% del electorado se ha identificado como demócrata, frente a un 32% como republicano, situación abiertamente más favorable que la de Al Gore en 2000 (39 demócrata frente a 35 republicano) o Kerry en 2004 (empate a 37). El voto de quienes se identifican como independientes o swing voters, un 21% a finales de agosto según Gallup, es decisivo en toda elección y pesa de forma muy decisiva en la estrategia de campaña. En la de 2008 hay que tener en cuenta que mientras McCain se dedicó a emitir en una longitud de onda que renovara las seguridades del electorado más conservador, Obama desplazó su mensaje hacia el centro y hacia la moderación. El resultado es que Obama ha obtenido más votos de esta franja electoral (52%) que John Kerry en 2004 (49%).
La campaña de Obama ha introducido un elemento poco usual en la política norteamericana, como son los grandes mítines masivos en los que se han reunido decenas de millares de jóvenes. McCain, como contraste, ha utilizado el formato de los town-hall meeting, en salas municipales y pabellones de deportes de los pueblos, para realizar reuniones con decenas o como máximo algún centenar de seguidores. Los primeros tienen mucho de espectáculo y los segundos, en cambio, se asemejan a una asamblea participativa, en la que siempre se pueden producir unas pocas preguntas del público al candidato. La celebración de la victoria electoral se expresó también en las calles de las principales ciudades, en forma de manifestaciones de alegría semejantes a las que acompañan a los éxitos deportivos. El profesor de origen árabe Fouad Ajami ha querido interpretar la reaparición de las masas en la campaña de Obama en términos de comportamientos cercanos al Tercer Mundo, donde los dirigentes políticos necesitan a las multitudes y hay una idolatría del líder (The Wall Street Journal, 30 octubre 2008).
El factor de movilización electoral ha sido fruto sin duda de la figura de Obama y de su pegada entre los jóvenes en general. La movilización republicana suscitada en septiembre después de la Convención, en cambio, fue el efecto bastante efímero de la nominación de Sarah Palin para la vicepresidencia y afectó a la militancia republicana, no a votantes nuevos o indecisos. La de Obama, además, viene de muy atrás, del propio lanzamiento de su candidatura, y ha ido creciendo regularmente desde entonces, atravesando las primarias, en una campaña a la vez muy profesional y muy militante que ha movilizado a más de diez millones de personas, cuyos nombres y direcciones se han incorporado a las listas del equipo que la ha dirigido.
El contacto directo con los electores ha sido una de las claves de la campaña. Las colectas a través de Internet, con aportaciones inferiores a 20 euros, han conseguido un efecto movilizador y unos niveles de recaudación equivalentes en su conjunto a todo lo que ha conseguido McCain, pero significan sólo la mitad de lo recaudado. El gasto global en la campaña ha llegado al récord de los mil millones de dólares (one billion campaign), de los que a grandes trazos dos terceras partes son de la campaña de Obama y el tercio restante, la mitad por tanto, de McCain. Obama tuvo el acierto de renunciar a la financiación pública, que ponía techo al coste de la campaña, para aprovechar el enorme impulso de las donaciones por Internet, aún a costa de desmentir sus propias promesas de acogerse exclusivamente a la que le proporciona por ley el erarrio del Estado. La excusa formal fue poder superar las campañas de propaganda negativa organizadas por entidades ajenas al candidato que no contabilizan en las cuentas. Una campaña de este tipo fue demoledora y decisiva contra Kerry en 2004. La realidad es que este quiebro permitió al candidato demócrata desbordar a McCain en publicidad en todos los Estados (en algunos casos en una proporción de seis a uno), instalar oficinas en las zonas más hostiles para estimular el registro en el censo y la participación, y terminar la campaña con la compra de media hora de prime time en las grandes cadenas, incluida la conservadora Fox, para pasar un filme publicitario y enlazar en un directo con uno de los últimos mítines.
Según un sondeo poselectoral realizado por Democracy Corps. Carville and Greenberg, la campaña de Obama ha llegado a siete cada diez votantes, mientras que la de McCain sólo la han percibido 4’4 de cada diez. De cada cien votantes, 18 pudieron hablar con voluntarios de la campaña de Obama que acudieron a sus casas a pedirles el voto, mientras que sólo cinco tuvieron la oportunidad de escuchar a los de McCain. Por teléfono fueron 35 de cada cien los votantes que recibieron llamadas de la campaña de Obama, frente a 27 que lo hicieron de McCain. Y sólo en cuanto a propaganda impresa McCain se acerca a las cifras de Obama, pues son 38 sobre cien quienes dicen haber recibido de este último frente a 37% de su rival republicano.
Cuando nos referimos a las nuevas tecnologías, la diferencia es también notable. Catorce de cada 100 electores recibieron sms de Obama en sus teléfonos móviles frente a cinco de McCain . En cuanto a e mails, la diferencia es de 25% a 14%. Si se trata de portales de Internet, 29 de cada cien visitaron los de Obama y 14 de cada cien los de McCain. Finalmente, vieron spots electorales sobre el ordenador 29 de cada cien para Obama y 12 para McCain. Uno de ellos, producido por el cantante will.i.am, bajo el título de Yes we can y con participación de actores, cantantes y deportistas se convirtió en el fetiche comunicativo de la campaña y en un excepcional medio de propaganda electoral.
¿REALINEAMIENTO DEMÓCRATA?
Los avances de Obama en las distintas franjas de edad, zonas geográficas y niveles de renta configuran al Partido Demócrata como el reflejo más fiel de lo que son Estados Unidos actualmente y sobre todo de lo que serán en el futuro. Lo prueban la diversidad racial y de origen de su electorado; el impacto sobre el electorado femenino, la juventud, las clases suburbanas y los votantes independientes; la inclusión a la vez de quienes poseen las rentas más bajas y las más altas; y la penetración demócrata en regiones que parecían asentadas en el voto republicano después del paso de Bush.
Los comentaristas conservadores han seguido insistiendo en el carácter coyuntural de estos resultados, fruto del pésimo balance de Bush y de la crisis financiera, y apuestan por una caracterización inmutable de Estados Unidos como nación conservadora, de centro-derecha. Pero la hipótesis contraria es la que ahora se abre paso y la que habrá que poner a prueba en futuras confrontaciones. A la vista de los resultados habrá que aceptar provisionalmente las dudas sobre la continuidad en las tendencias hasta ahora asentadas y no habrá que descartar, por tanto, que esta elección signifique un quiebro ideológico y la consolidación a medio plazo de una hegemonía de valores de centro izquierda.
Los politólogos norteamericanos han elaborado una teoría sobre el cambio de hegemonía de los dos grandes partidos, bajo el nombre de realineamiento electoral, cuya aplicación a esta elección es ahora objeto de debate. Se entiende que un realineamiento, fruto de una elección presidencial y de sus consecuencias en el cambio de composición de todas las instituciones, abre un largo período de hegemonía y se puede identificar prácticamente con una era política. Se acepta por lo demás comúnmente que ha habido tres grandes realineamientos en la historia americana. El primero se produjo con la victoria de Lincoln y la Guerra Civil, y la apertura de un período de 68 años, hasta 1928, en el que el Partido Republicano venció en 14 de las 18 elecciones presidenciales. El segundo se produjo en 1932 con la victoria de Roosevelt y la Gran Depresión y duró hasta 1964: durante esta etapa los demócratas vencieron en siete de las nueve elecciones presidenciales. El último se produjo con la victoria de Nixon y la guerra de Vietnam, se consolidó con Reagan y dio pie a ocho victorias presidenciales republicanas sobre 11 contiendas.
La actual coincidencia de una crisis que suscita analogías con la de 1929 y de una presidencia belicista como la Bush con dos guerras abiertas da pábulo a la vigencia de la teoría del realineamiento. También corrobora esta hipótesis el agotamiento de los valores e ideas republicanos, la ruptura de la coalición en que se ha venido sustentando el republicanismo en la última etapa (republicanos pragmáticos de los negocios, derecha cristiana, halcones de la guerra fría y demócratas de Reagan) y la falta de líderes creíbles. Es cierto que el 4 de noviembre no ha habido un corrimiento espectacular hacia los demócratas, pero los avances son muy sustanciales y relevantes.
En todo caso, Obama ha situado al Partido Demócrata muy cerca del realineamiento, aunque quizás un peldaño por debajo. No se puede descartar que se produzca, pero todavía no ha llegado a producirse: las próximas elecciones de mitad de mandato serán las que lo determinen; y dependerán en gran parte del primer balance de Obama. Son prematuros, por tanto, tanto el pronóstico sobre un realineamiento demócrata del mismo calibre que produjo Roosevelt en 1932 o Reagan en 1980, como la predicción en sentido opuesto, que es lo que hace Rove, resentido todavía por su fiasco de 2006, cuando creyó que podía conseguir precisamente un nuevo período de hegemonía republicana de la mano de Bush y obtuvo exactamente lo contrario.