Marcelo Figueras
Los escritores tenemos mucho que hacer en el territorio del cine, hoy más que nunca. La narrativa audiovisual está llamada a jugar un rol clave en la integración de nuestras naciones, en la expresión de nuestras realidades y de nuestros deseos, en la consagración del talento latino como moneda de circulación internacional. Es tiempo de que cumplamos con nuestra parte: produciendo obras llamadas a la moralidad del conocimiento e inspirando al mundo entero. El talento existe, aunque las circunstancias suelen ser tan apremiantes que sólo permiten el ocasional brillo individual. Lo que precisamos ahora es sagacidad, decisión… y paciencia de sabios.
Si no lo hacemos así, no inspiraremos otra cosa que una tristeza parecida a la del final de Hamlet; esto es, la tristeza por las obras que el príncipe nunca llegó a escribir, por la realidad que nunca llegó a modificar por la vía del arte para la que estaba tan bien preparado. ¿Qué es lo que determina la caida de Hamlet y la subsecuente tragedia? Durante siglos se interpretó Hamlet como el drama de un hombre que no se atreve a actuar, consumido por un dilema metafísico: la cuestión del ser-o-no-ser sería tan grave que anularía cualquier acción previa. Esta es una visión que conviene a los poderes de este mundo: nos halaga diciéndonos que la humana es la especie más espléndida, tan elocuente y rica en entendimiento como Hamlet mismo, a la vez que sugiere que la inacción es la consecuencia más natural de la autocontemplación. Eso es el mito de Narciso, en todo caso, y no Hamlet. Humildemente, desde el culo del mundo y como hijo de un continente que alberga las mayores injusticias sociales, me atrevo a interpretar la sagrada tragedia de otra manera.
Así de talentoso y de iconoclasta como se lo ve, Hamlet sucumbe cuando se rinde al peso de la convención. En la hora decisiva, deja de actuar como el hombre nuevo que insinuó encarnar y procede como el hombre viejo que lo precedió: su padre, el otro Hamlet, el monarca autárquico y violento. Durante algunos actos nos convenció de ser un artista de verdad, nunca lo vemos más pleno y feliz que cuando interactúa con la compañía teatral. Es entonces que escribe una pequeña pieza-dentro-de-la-pieza, con la intención de interpelar a su tío Claudio, convencido de que el arte modificará la realidad. Pero cuando esa pequeña obra llega a su climax, Hamlet la interrumpe y torna imposible que Claudio vea su rostro monstruoso en el espejo del arte. Es decir: le impide al arte jugar su parte.
Las palabras con que apura al actor que representará el crimen son una exhortación a sí mismo. Comienza, asesino, se dice, abriéndole paso a su parte peor: al Hamlet que es digno hijo de su padre genocida, prefiriendo la venganza a la creación. Sobre el final, resulta inevitable que Fortinbras solicite para el príncipe honores de guerrero. Vaya ironía. ‘Hamlet, que aspiraba a cosas más nobles, es tratado en su muerte como si fuese tan sólo una imagen de su padre’, dice el ensayista Harold Goddard, para después reinterpretar el ser-o-no-ser de un modo que trasciende el pantano filosófico y lo convierte en programa de acción: ‘Shakespeare parece decir: imaginación o violencia. No existe otra alternativa’.
Nos encontramos en la disyuntiva del príncipe. Henos aquí, una pléyade de Hamlets convencidos del poder del arte y aun así temerosos de confiar en él hasta sus últimas consecuencias. La inacción, la queja, la autojustificación, el individualismo, la falta de iniciativas comunes no son alternativa para nosotros. Nuestra única opción es la que acabo de mencionar: imaginación o violencia. O ponemos nuestra imaginación en acto, convirtiéndonos además de artistas en artistas de nosotros mismos, o volveremos a ser víctimas -o peor aún: ¡cómplices!- de la violencia.
El resto es silencio.