Xavier Velasco
Cada noche, entre el domingo y el jueves, miro las manecillas del reloj y les sumo siete horas para saber en dónde estoy parado, o sentado, o más exactamente tumbado con el teclado encima de las piernas, resuelto a terminar antes que sean las tres de la madrugada de México: la hora cero de El Boomeran(g). Como seguramente ya lo habrán advertido los asiduos, a menudo me vencen las manecillas. He craneado, a lo largo de quince meses febriles, las más diversas estrategias para ir al menos veinticuatro horas adelante de la hora cero, pero nada. Siguen dando las cuatro, las cinco -once, doce en Madrid: horror- y el texto urgente insiste en dar coletazos. Para mayor sarcasmo, a esas horas comienzan a trinar los pájaros. Una suerte de pío-pío-pío que de pronto me suena a ja-ja-ja.
Está bien, pues. Nada gana uno con tratar de ser el que jamás ha sido, pero estar ahora mismo en Madrid y ver que han dado ya las cuatro de la madrugada es más que demasiado. Me consuelo pensando que en México son todavía las nueve de la noche y en Gran Vía no cantan los pajaritos, pero no tardarán los autos y autobuses en ponerse sarcásticos al otro lado de la ventana. ¿Cómo aceptar, no obstante, la detestable idea de llegar tempranito al hotel y renunciar con ello a la seductora noche madrileña, usual y redundantemente poblada por faroles de la calle a quienes las cuestiones del horario les tienen por sistema sin cuidado? ¿Quién es tan miserable que vuelve de una noche esplendorosa con las manos vacías?
Hoy he vuelto con varias joyas en la memoria, luego presenciar un happening apetitoso y nutritivo en la Casa de América. Boris Vian, nómbrase el álbum de Andy Chango que hace unas horas debutó en sociedad, con poco o nulo espacio para el escepticismo, luego de comenzar con un primer balazo incontestable…
Beber, simplemente beber,
para olvidar los amantes de mi mujer.
Beber, en cualquier ocasión, para olvidar mi jeta de mamón, dispara Chango luego y la banda, que según cuentan apenas ensayó, suena impecable. Se diría que tocan con los ojos cerrados, aunque esas cosas las piensa uno después. Mientras el grupo suena, el pie derecho en movimiento constante certifica que uno está bien adentro de la música, al tiempo que el cerebro realiza el trabajo exhaustivo de escudriñar al fondo de las letras, cada una lo bastante suculenta para seguirla con los tímpanos de pie…
Snob, súper snob…
Cuando esté en el cajón,
quiero un sudario de Dior.
Acompañado de Ariel Rot y una gavilla gorda de talento, Chango da rienda suelta a su gustada incorrección social y uno olvida del todo que se hace tarde y no ha escrito ni el título del post y qué más da, carajo, si al fin el tiempo está ahí para invertirlo en los nuevos antojos. Pero el caso es que ahora han dado ya las seis. Me asomo a la ventana sólo por comprobar el hecho funesto: Gran Vía ya se queda sin silencio. Antes de que termine de despertar Madrid, este farol se apaga de una vez.