Marcelo Figueras
En los últimos tiempos, cada vez que me embarco en un debate me asalta la sensación de que la conversación nunca va más allá de la racionalización de una serie interminable de prejuicios, sensaciones viscerales y cuestiones de piel. Como si alguna(s) de la(s) persona(s) con la(s) que converso ya hubiese(n) hecho su elección -antiperonista, racista, pro Estado vigilante, pro liberalismo económico- mucho antes de estar en condiciones de justificar verbalmente esas adhesiones. Es decir: sucumbiendo primero a lo estomacal -o sea lo pre-racional, la sinrazón más literal-, para después, mucho después, argumentar a favor de esa elección ya tomada.
Si no asumimos que la sinrazón es la verdadera explicación de tantas decisiones (aparentemente) racionales, nunca podremos aproximarnos siquiera a la comprensión de los mecanismos que operan en este mundo. ¿Cómo entender, si no, que millones de ciudadanos de los Estados Unidos se tapen los ojos ante la magnitud de su crisis actual y consideren seriamente la posibilidad de votar a una candidata a la vicepresidencia (y eventual presidenta, dada la edad provecta y la endeble salud de John McCain) todavía más impresentable, más irresponsable, más peligrosa que George W. Bush? Esta realidad es tan racional como la actitud de aquel peatón que, después de haber sido atropellado por un auto en la calle, decide atravesar a pie una autopista.
A veces pienso que aquel que nos definió como esencialmente racionales nos hizo un flaco favor. Desde que el mote caló, vivimos haciendo de cuenta que la racionalidad rige nuestras vidas cuando a lo sumo, con mucha suerte, nuestros actos racionales son tan sólo la punta visible del iceberg de nuestras conductas.
Si dejásemos de pretender que discutimos argumentos racionales y cuestionásemos nuestros prejuicios e impulsos, seguramente superaríamos el estancamiento producido por tanto diálogo de sordos. ¿De dónde sale el rechazo visceral a las masas populares, a las clases menos privilegiadas? ¿Por qué tanta gente siente una inseguridad atroz, que deriva en recelo, en agresividad, en conductas y decisiones mezquinas? ¿A qué se le teme demasiado (¡irracionalmente!), y a qué se le teme demasiado poco? ¿Cuál es la fuente de los prejuicios raciales que (casi) todos tenemos? ¿A qué se debe esa tendencia a apoyar y seguir líderes de pies de barro, que traicionan hasta a sus seguidores a la primera de cambio? ¿Por qué existe tanta gente educada y de buen pasar que es tan lábil, tan superficial, tan poco pensante? ¿Qué clase de angustia puede ser tan atroz como para pretender diluirla entregándose al entretenimiento más banal?
Más que una razón, los poderosos y violentos de la Historia (los militares de la dictadura argentina, los nazis, los ricachones de los Estados Unidos y sus políticos falderos) tenían un interés. Las consecuencias de sus actos demuestran que la forma en que persiguieron esos intereses fue quizás racional en sus métodos, pero irracional en su inspiración.
Por el bien de la humanidad toda, deberíamos ser menos proclives a bailar la música de estos flautistas de Hamelin.