Edmundo Paz Soldán
¿En qué momento Virginia Woolf se convierte en Virginia Woolf, Cortázar llega a ser el Cortázar que conocemos todos, García Márquez se vuelve García Márquez? La respuesta suele ser elusiva, y pertenece al dominio de la crítica literaria, la psicología, la adivinanza en las tardes y noches de los cafés y bares donde se reunen escritores. En algunos casos, la respuesta es fácil.
Italo Calvino, el escritor italiano nacido en Cuba en 1923 (y fallecido en Siena en 1985) publicó su primera novela, El sendero del nido de arañas, en 1947. Si bien esta novela fue un éxito comercial en la postguerra italiana, Calvino no se sentía satisfecho por su neorealismo. Pese a ello, siguió con este tono durante siete años más, tiempo en el que escribió tres novelas que hoy no son parte reconocida de su bibliografía (sólo una de ellas llegó a ser publicada). Entre 1950 y 1951, mientras escribía la segunda de esas tres novelas, Calvino descubrió que estaba escribiendo los libros que se esperaban de él, no los que quería escribir de verdad. Así fue que surgió El vizconde demediado (1952), su primera novela fantástica; así nació el Calvino que todos conocemos, el que se ganó un lugar de privilegio en la literatura universal del siglo XX. Después, en ese tono, vinieron El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959), trilogía luego reunida bajo el título Nuestros antepasados.
De estas novelas, leídas medio siglo después, El barón rampante es la mejor, la que muestra ya a un Calvino maduro, dueño de una prosa de admirable textura y de una imaginación desbordante, rara en la literatura italiana del período. El vizconde demediado no se lee como una novela sino más bien como un cuento largo, y muestra algunos signos de envejecimiento; la historia de un noble italiano que, gracias al impacto de una bala de cañón en la guerra contra los turcos, termina con el cuerpo dividido, es una alegoría muy obvia acerca de nuestra escindida condición humana: en el interior de todos nosotros anida la capacidad tanto para el bien como para el mal. El problema es que Calvino utiliza una metáfora maniquea; no somos dos, somos muchos, dicen novelas contemporáneas como Las vidas perpendiculares (2008), del mexicano Álvaro Enrigue. Aun así, hay imágenes rescatables, que muestran el sentido lúdico de la vida que tenía Calvino: por ejemplo, cuando aparecen en los campos frutales las manzanas divididas en dos y todavía colgadas de los árboles.
En cuanto a El barón rampante, impresiona cómo Calvino pudo convertir una imagen que daba para una de sus típicas fábulas, en una novela larga. Cósimo Piovasco, allá por el siglo XVIII, decide, a los doce años, rebelarse contra sus padres y subirse a una encina del jardín de la casa y no bajar de ahí nunca más. Si bien Calvino se unió al grupo Oulipo en la década del setenta, ya con El barón rampante muestra una cierta adherencia a los principios de Perec y Queneau: por ejemplo, que un personaje, dentro de una novela, se fije una regla de manera voluntaria, y la siga "hasta las últimas consecuencias". Eso es lo que hace Cósimo, el adolescente de "obstinación sobrehumana".
Calvino calificó esta novela de "divertimento", pero lo es más: se trata de una clásico que no palidece ante la compañía de Alicia o Peter Pan. Si la literatura es, también, la búsqueda de algún aspecto de la condición humana con el que podamos identificarnos, entonces estamos en buenas manos: casi todos, alguna vez, hemos querido ser como Cósimo, rebelarnos ante la prosa del mundo y dejarnos llevar con ligereza por una vida más libre y envidiable, aunque ésta se encuentre en los árboles, allá donde Cósimo pasa las noches "escuchando cómo la madera almacena sus células en los círculos que marcan los años en el interior de los troncos, cómo los mohos aumentan su mancha con la tramontana, y con un estremecimiento los pájaros dormidos dentro del nido esconden la cabeza donde es más blanda la pluma del ala y se despierta la oruga, y se abre el huevo del alcaudón".