Marcelo Figueras
No recuerdo cuándo leí por primera vez la fábula del escorpión y la rana. ¿En un texto referido al Mr. Arkadin de Orson Welles, tal vez? Lo cierto es que, desde aquel lejano entonces, nunca ha dejado de interpelarme. ¿Recuerdan su trama? El escorpión necesita cruzar el río y le pide a la rana que lo transporte en su lomo. La rana duda, temerosa de que el escorpión la pique durante la travesía. El escorpión replica con perfecta lógica que si la picase, moriría ahogado también él. La rana entiende que el argumento es sólido y procede a cruzarlo. Pero a mitad de camino siente el aguijonazo. Mientras se hunde para siempre, le pregunta al escorpión por qué lo hizo, condenándolos a ambos a una muerte segura. El escorpión responde: ‘No pude evitarlo. ¡Es mi naturaleza!’
Pocas cosas me desconciertan más que la persistencia del ser humano en el error. Que alguien que vivió haciendo daño no pueda apartarse de esa senda ni siquiera por despiste momentáneo, me desarma por completo. Como imaginarán, estas líneas están inspiradas por las acciones de una persona a quien conozco personalmente, y a quien por lo tanto concederé el anonimato. Pero para desgracia de todos, no me faltan personajes públicos con que ejemplificar mi argumento.
Carlos Saúl Menem, por ejemplo: el ex Presidente argentino que, aun enfermo y todo, dejó el hospital donde estaba internado para votar como senador a favor de la oligarquía agropecuaria. ¿Es que este hombre no podrá hacer nunca ni por casualidad algo que no perjudique a los argentinos más pobres y vulnerables? Otro caso: el ex general y ex gobernador Antonio Bussi. Juzgado finalmente por apenas uno de los múltiples crímenes que perpetró durante la dictadura, empezó fingiéndose enfermo, con la intención de que el juicio fuese postergado de manera indefinida. Una vez forzado por los médicos a regresar a la sala, eligió victimizarse -justamente él, que ordenó tantas muertes sin vacilar-, utilizó el remanido argumento de que los desaparecidos no existen y, a modo de frutilla de la torta, coincidió con buena parte de la derecha argentina, abroquelada detrás de la causa del ‘campo’, al decir que el actual gobierno está compuesto por ‘los ideólogos’ de la izquierda de los años 70. ¿Es que nunca veremos a un represor diciendo: ‘Me arrepiento de lo que hice, no debí matar a esa gente, sus fantasmas me acosan por las noches?’ ¿Seguirán repitiendo ad infinitum sus tristes justificaciones, como si no temiesen ser remitidos al infierno en que juran creer?
Lo que me resulta fundamental en la fábula del escorpión es que sugiere algo que no siempre consideramos: que aquel que lastima, se lastima también. La naturaleza de nuestro universo es dialéctica: toda acción genera reacción y toda violencia -tanto física como espiritual- se vuelve sobre sus autores, o sobre su familia, o sobre su gente. El regreso de esta violencia no es necesariamente inmediato, ni puede ser simbolizado por los vectores claros y nítidos que tanto le gustan a la física, pero aun así ocurre siempre, por obra de lo que el escritor y crítico Angel Faretta denominaría espíritu de simetría.
Pero la fábula deja de servirme para hablar del ser humano cuando soslaya un hecho clave: que el hombre no es víctima inexorable de su naturaleza animal, y que puede por lo tanto elegir otro camino. Eso es lo que solemos llamar libre albedrío. La explicación del escorpión cuadraría a su especie, pero no así a la nuestra. La naturaleza humana pasa precisamente por su capacidad de entender que puede existir algo más importante que el instinto, y de modificar su conducta en consecuencia.
Nadie debería decir ‘es mi naturaleza’ cuando obedece a la peor parte de sí. Por el contrario, debería decirlo tan sólo cuando reconoce un error propio y cambia de actitud, o cuando tiene un gesto generoso, o cuando ama sin esperar nada a cambio. Esa es nuestra naturaleza -o no lo será ninguna otra.