Xavier Velasco
VIII. Dime algo que no sepa.
-Viajar treinta y seis horas drogado, vomitado y en calidad de bulto no es lo peor que te puede pasar, amiguito… -Mauricio Morazán declama a solas, mirando hacia el espejo retrovisor, previamente torcido hacia sus labios. Le apasiona la idea de ensayar. Mirarse. Oírse. Cuando llegue la hora de entrar en escena, el facilitador conocerá la partitura entera, incluyendo los gestos y los tonos. Se sentirá el doscientos por ciento de sí mismo, dueño de esa sonrisa oficialmente amable que se esfuerza sin pausa por ser sobrevaluada. La esgrimirá al principio y al final de cada uno de sus argumentos, como un florete vapuleando a una vara. O también, por qué no, como un ciento de clavos y tornillos estallando en la jeta del Comandante en Jefe. ¡Lotería!
Morazán también tuvo sus resquemores. La idea de asesinar al inasesinable le parecía en principio una excentricidad y un despropósito, pero el primer vistazo al presupuesto le dio en principio aliento, y al cabo inspiración. Hay clientes que exigen ser empujados al precipicio, y hasta en eso está uno para servirles, se dijo y puso manos a la obra. Hoy día no solamente es el operador más importante del proyecto, sino de paso uno de los apostadores mejor informados del Fidelotto. Por eso mismo no puede permitir que su brazo derecho en el operativo amenace mudarse a otro torso. Nada más vuelva a ver a Segismundo Andersón, le va a leer entera la cartilla.
Morazán aborrece la improvisación. No entiende cómo fue que se le fueron las patas cuando le dio esperanzas al idiota de ligarse a "la señorita Zarur". Se la había imaginado cacheteándolo, apagándole un puro entre las nalgas, curtiéndole la cara a fuetazos. Cosas que suele hacer la Corleonetta por quítame estas pajas. Él mismo ya ha salido abofeteado y escupido de un par de discusiones con ella y Don Alex. Temprano, al día siguiente, la Corleonetta se apersonaba con una lista de comentarios sobre sus "diferencias de opinión": tres cachetadas por cada una, y al final una lluvia de escupitajos, entre trozos de puro mordisqueado. Ya le ha apagado el puro en ambas piernas, y para la tercera le ha prometido que le cocinará unos Huevos habaneros. ¿Quién habría imaginado que una mujer así se iba a fijar en Segismundo Andersón? Se dice que no puede permitirlo, así tenga el prepucio dentro de un tostador. En eso, empieza a vibrar el teléfono.
-¿Dónde andas, comemierda pro? ¿Ya te dio de comer mi papá, o quieres que te sirva un mojoncito? -hasta cuando amenaza y humilla, la Corleonetta lo hace con alguna tramposa coquetería (natural en quien sabe ir por la vida metida en esas faldas con complejo de cinturón que ya de entrada cierran las bocas sensatas).
-Corleonetta querida, traigo tus dulces en mi coche desde hace dos semanas. ¿A dónde quieres que te los haga llegar? -he aquí una ventaja clave de Morazán: es un tigre para suministrar substancias y administrar favores pasados y futuros.
-Mira, tú, amiguito de mierda, no me quieras vender en quarters el culito que mi papá te compra con pennies. ¿O será que tenemos diferencias de opinión? Por lo pronto, ya me alcanzó el mono. Pa’ que mejor me entiendas, estoy a pocas horas de empezar a inhalar del salero. Te pedí mi paquete, te dejé bien clarito que lo quería de manos del bulto que te mandé de Miami. Segismundo Andersón, que igual que tú trabaja para mi familia. Son las tres de la tarde, si a las ocho no tengo aquí lo que me debes, antes de medianoche va a apestar a pellejo chamuscado -dice musicalmente y remata cortando la comunicación.
-Mierda, qué voz cachonda -maldice Morazán, con la mirada lejos del retrovisor y el teléfono quieto en la mano tiesa, pasmado por la indecisión entre lascivia y saña, pánico y desprecio, devoción y revancha. Vuelve luego los ojos al espejo, toma aire y se redime de la afrenta sopesando una apuesta del tipo: ¿Qué me das, amiguito, por una noche con la Corleonetta?