Marcelo Figueras
La verdad es que no hay gran cosa para decir sobre My Blueberry Nights, la última película de Wong Kar-Wai. Levísima historia de amor, trufada por algunas historias paralelas, se deja ver por la manera en que Darius Khondji fotografía a su notable elenco (Jude Law, Natalie Portman, David Strathairn), mientras suena esa música -Cat Power, Ry Cooder, Cassandra Wilson- que Wong Kar-Wai elige y administra tan bien. Pero creo que me compraría el DVD cuando lo editen tan sólo para ver y volver a ver mil veces unos pocos de minutos de película, aquellos en los que actúa Rachel Weisz. Confieso que cuando hace su ingreso en la trama -un plano sencillo, simplemente camina hacia cámara-, mi corazón se salteó un latido.
Qué caso extraño, el de Rachel Weisz. Una actriz -una mujer- a la que el tiempo no hace otra cosa que ensalzar. Las primeras veces que la vi me impresionó por su calidad y su versatilidad. Pero no fue hasta hace poco, en películas como The Fountain y The Constant Gardener -por la cual ganó un Oscar-, que atrapó mi imaginación. En ambos films le tocaron papeles parecidos: esto es, el de mujeres que enamoran tanto a sus hombres que los persuaden de intentarlo todo -y cuando digo todo es todo, incluyendo arriesgar la propia vida y torcerle el brazo a la Muerte- a cambio de su afecto. Digo que son papeles difíciles porque si la actriz falla, si se queda corta a la hora de persuadirnos a nosotros también, espectadores, de que puestos en el lugar de los protagonistas haríamos lo mismo, el relato entero colapsaría. Quizás si Weisz fuese una belleza despampanante su tarea habría sido más fácil. Pero Weisz es simplemente una mujer. Su belleza, en todo caso, mana desde el interior y transforma todo lo que toca -empezando por nuestros ojos.
En My Blueberry Nights tiene un papel tan breve como ingrato: el de la esposa de un policía alcohólico, que al poner fin a su relación de la forma más cruenta lo impulsa a la muerte. A Weisz le bastan dos escenas para darle al film una vibración de la que hasta ese momento carecía: su entrada muda -esa que puso en riesgo mi corazón-, con la que nos convence de que es lógico que el policía beba, y después se mate, para olvidarla; y la de su salida, en la que sin renegar de su personaje, nos convence de su humanidad. Una vez que sale de cuadro, la película toda se diluye para siempre.
Lo que también me habla bien de Rachel Weisz es la inteligencia que está demostrando a la hora de elegir proyectos. Acaba de concluir Agora, de Alejandro Amenábar, The Lovely Bones, la nueva de Peter Jackson, y The Brothers Bloom, la segunda película de un realizador llamado Rian Johnson. (Su debut se llama Brick, no dejen de verla.) Cualquiera de estas películas ofrece maravillosas razones para seducirnos, tanto por sus directores, por las novelas en que se inspiran -¿leyeron la novela de Alice Sebold que es la base de Bones?- y también por sus co-estrellas. (En Bloom, por ejemplo, trabaja con Mark Ruffalo y Adrien Brody.) Pero yo no necesito más argumentos para comprar mi entrada que el que suscribe este texto: vería cualquier cosa en lo que apareciese Rachel Weisz.