Edmundo Paz Soldán
Era una tarde nublada y fría en Madrid. Caminábamos mi hijo Gabriel y yo por la carrera de San Jerónimo, rumbo a la estatua del oso y el madroño en Sol, cuando Gabriel se echó a reir. Le pregunté de qué se reía. Me señaló el nombre del bar-restaurante-panadería-pastelería que acabábamos de dejar atrás: el Museo del Jamón. Gabriel tiene siete años y un sentido muy literal de las cosas: si le digo que me muero de dolor de cabeza, se preocupa, porque piensa que de por ahí me muero de veras. De modo que para él un museo es un museo es un museo. Traté, sin embargo, de jugar un poco con la idea, por lo que le dije, mostrándole las proliferantes piernas de jamón colgadas en la parte superior de los escaparates, que no había de qué reírse, se trataba de un Museo del Jamón hecho y derecho.
Gabriel sonrió: ¿puede el jamón tener derecho a un museo? Mi hijo es norteamericano, vivimos en un pueblo de Nueva York que está más cerca de Canadá que de Manhattan, y allí prácticamente sólo se conoce el jamón York. En un viaje que hicimos a Sevilla, hace algunos años, descubrió el jamón serrano, y no ha sido el mismo desde entonces.
Esto ocurrió en diciembre pasado. Ahora, con seis meses de estadía en Madrid, Gabriel se ha acostumbrado a ir a las fiambrerías y toparse con esas piernas colgantes de diversos colores. Sólo ha visto escenas similares en el Chinatown de San Francisco (allí los que se encontraban suspendidos en el aire eran los patos). Me ha preguntado, y yo he tratado en vano de explicárselo, cuál es el diferencia entre el jamón granadino y el jamón ibérico de bellota, qué es Jabugo y qué produce Teruel y qué significa "pata negra". ¿Cómo es posible que haya un jamón negro? ¿Cómen los cerdos bellota, como las ardillas? Para eso hay que ir al Museo del Jamón, le respondo, y preguntarle a uno de los diestros cortadores de jamón que atienden detrás del mostrador.
Gabriel también se ha acostumbrado al olor punzante, intenso, del jamón. Un olor fuerte pero curiosamente nada desagradable. Para un niño acostumbrado a supermercados asépticos, a pescaderías que no huelen a pescado (no huelen a nada), una visita a un bar o restaurante o fiambrería o supermercado en Madrid es una explosión de olores que queda registrada en la memoria. De hecho, el otro día, al salir de una estación de metro en Malasaña, Gabriel me dijo que le parecía que Madrid olía a jamón. Olfateé el aire y le dije que no, que a mí me parecía que Madrid olía a Madrid. Por eso, me dijo él, cansado de explicarme obviedades, hay tanto jamón en todas las calles de Madrid, que el olor del jamón es el olor de Madrid, y por eso Madrid huele a Madrid. No quise discutirle. Pensé que quizás tenía razón.
Está bien que Madrid no huela a ningún perfume sofisticado, que su olor sea tan fuerte y tenga carácter. Nuestras grandes ciudades se van civilizando cada vez más, quieren dejar atrás todo aquello que incomoda a los turistas y podría ser más bien el sello de su personalidad. Pero los únicos que se molestan de veras son aquellos que podrían haberse quedado en casa y ahorrarse el trabajo de salir a conocer el mundo. Gabriel, por suerte, no es de esos. Cuando sus abuelos vinieron a visitarlo a Madrid, le dije que tendría que ir con ellos a muchos museos. Gabriel me respondió, muy serio, que él los llevaría al Museo del Jamón.
(Ling, junio 2008)