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Examen de inconsciencia

Por 27 de mayo de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Nunca fui escrupuloso para ese engorro del examen de conciencia. Por fortuna ya había descubierto el paquete de pecados multiformes que reúne a los malos pensamientos, de cuya comisión inminente y periódica no había que pomernorizar ante el cura. Cada vez que, de acuerdo a las cuentas de mi madre, me tocaba formarme ante el confesionario, llevaba a cabo el tal examen como quien cumple con algún requisito burocrático obsoleto. Reunía tres pecados regulares, como decir mentiras, repetir palabrotas y desobedecer a mis padres, sumaba el comodín de los malos pensamientos y así tenía listo el póker de la absolución. Armado ya con el salvoconducto del perdón fresco, dábame una vez más a la oficiosa exploración de la inconsciencia, quehacer que comúnmente no requiere otra prueba que la de fuego.

     Escribir una historia es, lo quiera uno o no, realizar una larga prueba de inconsciencia. Reinventar el pecado hace años cometido según se empeña en traerlo de vuelta la nostalgia. Si, como cuenta Zeca Baleiro, la saudade es una película pálida "que el corazón quiere ver colorida", las confesiones del inconsciente contienen cada una de las tonalidades precisas para que la nostalgia por lo no vivido sea tan honda y nítida como el origen del déjà vu. Ciertas noches transcurren solamente a la caza de esas carnadas. La canción adhesiva que desde el primer día alebrestó más de un campanario recóndito. Aquel coro románticón que brochazos mediante podía servir para inspirar los pasos de un personaje trágico. Esa videoantigualla que te deja mirarte de regreso con las muñecas tiesas y las yemas dolientes y las uñas punzantes de tantos y tan raudos nintendos.

     A partir de este punto cualquier cosa se vale, e incluso se diría que de muy poco vale el recuerdo dorado frente al poder morboso del bochorno traumático. No escribe uno para ir tras los mejores recuerdos, sino para tratar de reinventar los que menos espera, y de repente peor rememora. Los necesarios, que con cierta frecuencia prefieren adherirse a la canción que entonces no aceptaste apreciar porque te parecía imperdonablemente cursi, y hoy resulta que tiene más trozos de memoria pegados que las que te gustaban y por tanto empalmaron los bastantes recuerdos para ya no aspirar a singularidades mayores. Pocos deleites encuentro tan gozosamente clandestinos como exprimir el tuétano de una cierta canción que oficialmente no me gusta, con la coartada de que a mi personaje le emociona hasta las lágrimas. He de hacer lo que él hace, en lo posible, y a menudo ello empieza por escuchar su música.

     ¿Tan fácil soy de olvidar?, me pregunta Engelbert desde la zona tórrida del iTunes, entre la incomprendida Delilah de Tom Jones y la versión gloriosamente Vegas de There’s a Kind of Hush. Que conste que esto último no es que lo diga yo, sino la señora N., que en los años sesenta, antes aún de alumbrar al protagonista de la historia, comparte con sus mismas enemigas la pasión por Jones y la debilidad por Humperdinck. A Delilah se le supone una balada querendona, a pesar de esos acordes melodramáticos que no permiten predecir final feliz alguno, mientras la letra cuenta en primera persona la historia de un asesinato pasional, a cuchilladas. ¿Por qué tiene que estar Delilah en mi historia? Porque sin ella se me caería la historia, y eso tanto consciente como inconscientemente me enciende cada una de las alarmas, y ya no queda allí más que correr en pos del primer astro de casino que prometa sacarlo a uno del apuro.

     Cada vez que se cumple el gusto húmedo de escuchar a su Engelbert interpretando There’s a Kind of Hush, la señora N. experimenta unas agridulces ganas de llorar, pero el día que muera su marido es probable que baile sola escuchando Release Me a todo volumen.

     Mi madre no logró que ya en la edad adulta siguiera visitando al sacerdote, pero he aquí que contra mi voluntad me heredó religiones paganas que no puedo más que endosar a personas ajenas, como la señora N. y su hijo J., inoculados ambos asimismo del virus Jones & Humperdinck. Nada que sea visible durante un chato examen de conciencia.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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