Marcelo Figueras
Miro la serie Dirt casi con cargo de conciencia. Su protagonista, Lucy Spiller (Courteney Cox), editora de la revista DirtNow, no tiene casi ningún rasgo redimible: haría cualquier cosa -de hecho, hace cualquier cosa- con tal de conseguir un escándalo que poner en tapa y así mantener su medio a flote. En algún sentido, Dirt (es decir, literalmente: mugre) me produce la misma sensación que tengo cuando leo las novelas sobre Tom Ripley que escribió Patricia Highsmith: encuentro al personaje moralmente repugnante, pero no puedo evitar desear que salga bien parado de sus peripecias.
¿Por qué será que la intimidad de los famosos nos genera un morbo semejante? Suelo despreciar los programas de cotilleo locales, pero admito estar al tanto de lo que les ocurre a las estrellas internacionales. (A veces es casi inevitable: ¿debajo de qué piedra habría que esconderse para no enterarse del último papelón de Britney Spears o de la caida de Paris Hilton?) Pero la excusa que suelo darme -lo que les pasa a las vedettes de cuarta de la Argentina no sería tan interesante como, por ejemplo, cualquier cosa que le ocurra a George Clooney- es tan endeble que no me la creo ni yo. Cambiará el elenco de acuerdo a cada persona, pero a (casi) todos nos interesan las cosas que le ocurren a los talentosos, los ricos y los poderosos más allá del campo estrictamente laboral. ¿Cuán loco está Tom Cruise en verdad? ¿Quién nos cae mejor: Carla Bruni o con la ex esposa de Sarkozy? ¿Cuánto dinero dijeron que gastó el ex de Britney en Las Vegas?
Quizás nos produzca placer enterarnos de que esta gente, a pesar de tenerlo todo en apariencia, también puede ser castigada cuando incurre en los pecados que nosotros no nos atrevemos a cometer. Una satisfacción venal que nos justificaría en lo que tenemos de timoratos.
Mientras tanto, por supuesto, seguiré viendo Dirt.