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El asesino era el diccionario

Por 2 de abril de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Aquél era uno de esos restaurantes cuyo menú destaca por el ingenio de quien lo concibió. Los platillos tenían nombres de novelas y las bebidas de personajes. A cada sugerencia la acompañaba, además, una descripción que habría sido muy divertida de no cojear del único pie del cual un texto literario no puede darse el lujo de estar chueco. La ortografía, claro. Incluso los errores de sintaxis consiguen hacerse pasar por descuidos, y en ciertos casos por vanguardia pura, pero un cajón escrito con ‘g’ incinera ipso facto el respeto ajeno. Llamé, pues, al mesero, preocupado por presunta la calidad de unos platillos de ínfulas literarias que se anunciaban con mala ortografía. Diez minutos después, ya tenía a la dueña disculpándose. Yo lo entiendo, añadió, luego de prometer que mandaría imprimir un menú sin errores, duelen los ojos de leer el español así.

     Hasta donde recuerdo, mi mayor mérito académico en la infancia entera fue sacudirme las faltas de ortografía, bajo el atormentado celo de mi madre. Hasta entonces yo no me daba cuenta, ni entendía por qué pedirle a Santa Claus una bisicleta y barios cochesitos podía ocasionarle a mi mamá punzadas en la córneas e insuficiencias crónicas en la autoestima. Hay quien dice que los errores ortográficos no impiden que el mensaje se transmita, pero equivale a pronunciar un discurso con un frijol a medio colmillo. ¿Cuál es, a todo esto, el mérito de quien nos habla sin delatar qué fue lo que comió? Ninguno, por supuesto. La gente espera que uno intente hablar con la boca vacía, de ser posible sin un solo eructo. Detalles que uno aprecia, pero tampoco es cosa de aplaudirlos. Cuando al fin consiguió que no la avergonzara -al menos por escrito, que ya era algo- mi madre conoció no la satisfacción del que se anota un mérito, sino la paz de espíritu de quien al fin cumplió con cierto requisito.

     Complace a los infieles que uno crea con ellos que ser fiel es un mérito, del mismo modo que el mal escritor se solaza escuchando que su última novela está muy bien escrita. A una persona honrada no le cuesta trabajo la honradez, ni espera premios, halagos u ovaciones por ejercer el acto reflejo de la decencia. Nunca he visto que condecoren a un empleado por no robarse nada en cuarenta años. Tampoco sé de un grupo de ladrones que se premie entre sí por no haberse dejado agarrar. Un libro mal escrito se parece a una de esas mentiras mal contadas que  causan extrañeza primero e indignación después -¿cree acaso el narrador que es uno imbécil?-, cuando no indiferencia desde el principio.

     Curiosamente, al narrador sin otro mérito que el cumplimiento estricto del requisito básico no solamente se le perdonan los despropósitos que llevarían a un cirujano a la cárcel, sino que hay quien lo premia y lo cubre de encomios almibarados por ese libro tan bien escrito. Para quienes leemos por placer, un libro mal escrito ni siquiera existe. No se le ve, y de leerlo ni hablar. Pasa lo mismo con cantidad de textos muy bien escritos que no tienen más que eso. O sea nada de nada. Escribir bien no es deslumbrar a punta de palabras, sino hacerse invisible detrás de ellas, y de pronto evitar esa frase tan bien escrita que se bastaría sola para darse un balazo en el centro del crédito. Escribir bien incluye, si se hiciera preciso, la posibilidad de escribir mal. Ojalá que a propósito.

     Está muy bien escrita, me asegura un amigo luego de preguntarle por cierta novela. Por la neutralidad de su tono de voz, que evidencia total ausencia de entusiasmo, creo entender cuál es el mérito del libro de marras: carece de una sola falta de ortografía.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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