Marcelo Figueras
Pregunto por Daughty Street en pleno Bloomsbury -el mapa dice que no puedo estar lejos- pero nadie sabe decirme dónde queda. Pregunto específicamente por la Casa Museo de Dickens y tampoco obtengo respuestas. La ignorancia me ofende al comienzo, pero después me calmo. Si alguien me preguntase por la casa de Borges en Buenos Aires yo tampoco sabría qué decir.
Termino llegando de puro testarudo. La casa es la única de las que Dickens habitó que existe todavía. Coqueta pero sencilla, un viaje a la intimidad del veinteañero que terminó entre esas paredes los capítulos finales de Pickwick y escribió la inolvidable Oliver Twist. En el pequeño estudio debe haber resonado por primera vez -el hombre releía en voz alta algunos de sus párrafos, como hacemos todos- el grito con que Oliver reclama justicia para su vientre aún vacío.
El rincón más conmovedor es el cuarto de Mary, la cuñada adolescente que Dickens adoraba y que murió repentinamente sobre esa misma, angosta cama, a la inclemente edad de 17. La desesperación que esa desgracia le produjo seguía resonando años después, durante la escritura del final de la pequeña Nell en The Old Curiosity Shop. Para las muertes a destiempo no hay consuelo.
Terminé asumiéndome como el fan que soy y me compré una pequeña efigie con su rostro. Cuando llegue a casa lo ubicaré junto a mi ordenador, sometiéndome a su mirada diaria: un rostro adusto que me ayudará a no perder nunca la compasión hacia mis congéneres de especie, un grupo casi tan populoso como el cast de la gran comedia dickensiana.