Marcelo Figueras
No pude ver aún la adaptación de los Coen, pero acabo de leer la novela No Country for Old Men, de Cormac McCarthy, y todavía estoy temblando.
Durante los primeros capítulos sentí desconfianza. Lo que contaba McCarthy era una historia de género negro como otras tantas que leí. (No muy distinta, en su esencia, de la película Blood Simple con que los Coen debutaron en cine de manera brillante.) Llewelyn Moss, un hombre común -ex combatiente de Vietnam, empleado como soldador- sale a cazar y se encuentra con la escena de un crimen y con un maletín con dinero en cifras millonarias. Decide tomarlo a pesar de que imagina que se trata de dinero del narcotráfico y de inmediato se ve obligado a huir. Tras sus huellas van Anton Chigurh, un asesino contratado que deja a su paso una cosecha de muerte, y el veterano sheriff Bell, que contempla los destrozos mientras teme ser incapaz de poner fin a la ola de violencia.
Cuando quise darme cuenta McCarthy me había enganchado haciendo uso de las reglas más elementales del género: simplemente no podía dejar de leer, comprometido con el destino de Moss y del sheriff, curioso por saber si alguien -o algo- podía detener la marcha imparable de Anton Chigurh. Es entonces, al aproximarse el climax, que McCarthy pega el zarpazo y deja boqueando al lector. Destroza las convenciones del género desde dentro, despojándonos de cualquier atisbo de satisfacción. Pero no lo hace en vano, por mero capricho.
A lo largo de la narración yo había coqueteado con los distintos personajes, uno tiende siempre a identificarse con uno u otro. Ya me había sentido próximo a Moss, un hombre que se aferra a la primera oportunidad que se le cruza para huir de su vida cotidiana. (Moss parece menos tentado por el dinero que por la posibilidad de volver a sentir intensamente.) Y hasta había sentido empatía con Chigurh, que había comenzado pareciendo un simple psicópata para terminar revelándose como un curioso de la vida. Chigurh es un personaje tan temible como inolvidable. No puedo evitar sentirme próximo a su filosofía. Chigurh piensa que cada uno de nosotros se va labrando su destino de forma inescapable. "En algún momento tomaste una decisión. Lo cual te trajo hasta aquí. La sumatoria es escrupulosa. La forma está trazada. Ninguna línea puede ser borrada". Me pregunto cómo quedará Chigurh en la pantalla. Está claro que Javier Bardem es un actor sublime, pero el llamativo flequillito con que se lo ve en las fotos del film no augura nada bueno. Parte del poder de Chigurh radica en el hecho de que se ve como una persona cualquiera. Yo podría ser Chigurh. O ustedes.
Pero el zarpazo de McCarthy logra su cometido: ponernos en los zapatos del sheriff Bell. Hacernos sentir su frustración ante aquello que no puede controlar, que ni siquiera logrará saber nunca. ¿Acaso este sabor amargo no es el mismo que la vida nos depara de tanto en tanto: la certeza de no poder controlarlo todo, la intuición de que están ocurriendo cosas de las que nunca se nos dará cuenta? Me pregunto cómo habrán lidiado los Coen con este viraje de la narración, que en Hollywood deben haber visto como veneno para la taquilla. Si no leí mal las críticas en su momento, creo que lo han respetado escrupulosamente. Lo cual los ensalza.
"Se había sentido así antes pero no desde hacía mucho tiempo y cuando lo dijo, entendió de qué se trataba. Era el fracaso. Era ser derrotado. Más amargo para él que la muerte," piensa el sheriff Bell. "Necesitas sobreponerte, se dijo".
Todos lo necesitamos.